Hace un tiempo que vengo pensando sobre el sacrificio animal y cómo éste es visto por la sociedad actual occidental, concretamente en España y, afinando más, en el entorno social en el que desarrollo mi día a día en todos sus ámbitos. Escribo esto a pocos días de sacrificar a una ternera ciega que criamos en casa, su historia es sencilla, como la de cualquier otro ser de este planeta. La complejidad se la damos en función de lo que queramos divagar o prestemos atención e importancia a unos u otros hechos. De ella hablaré luego.
En mi vida, desde la infancia a la actualidad, me he visto confrontando sentimientos en cada uno de los momentos relacionados con animales, hasta el punto de impostar rechazo al crear cualquier tipo de vínculo, y no digo profundo ya que el afectivo es, con todo su peso y sin duda, inevitable. Charles Darwin dijo algo así como “El amor por todas las criaturas vivientes es el más noble atributo del hombre”.
Lo que importa de esto es tomar consciencia de que llevamos “unos cuantos” miles de años de dieta omnívora y somos, con todo, el resultado de ello.
Desde que aquel homínido descubrió las bonanzas que proporcionaba alimentarse de carne, su mente evolucionó (con toda lógica) hacia el desarrollo de herramientas, útiles, estrategias y técnicas para seguir obteniendo nutrientes de aquellos seres vivos que, hasta el momento, suponían la indiferencia. Para no alargarlo, te invito a que leas “La especie elegida” de J.L. Arsuaga e I. Martínez (Ed. Planeta – 2019), concretamente los capítulos 8, 9 y 10. De este mismo libro proviene el siguiente extracto:
“… la expansión cerebral del Homo sólo pudo ser posible a cambio de una variación en la dieta, que a su vez se traduce en la reducción del tamaño del tubo digestivo y, correlativamente, del aparato masticador. […] Aiello y Wheeler… insisten en que era necesario que nos hiciéramos carnívoros para poder ser inteligentes…”.
Se cree que el primer contacto con la carne fue en forma de carroña y posteriormente se desarrollaron técnicas de caza colectiva que facilitaban el acceso a este alimento. Lo que importa de esto es tomar consciencia de que llevamos “unos cuantos” miles de años de dieta omnívora y somos, con todo, el resultado de ello.
Comprendiendo esto, el resto de la historia es fácil de asimilar, sin necesidad de dejarse llevar por la cotidianeidad actual, sino por el simple hecho de que, para nuestro desarrollo como especie en todos sus aspectos, fue y es necesario el consumo de carne y, por tanto, realizar sacrificios. De los actuales sistemas de abastecimiento y sus particularidades sencillamente decir que son pura mierda y tan hijos de puta me parecen quienes lo producen como el propio consumidor que “alimenta” esta industria.
Sin embargo ¿es necesario un consumo habitual de carne para nuestro bienestar y salud? Sin duda, el pensamiento de quien lea esto variará en función de sus hábitos y apetencias. Volviendo a lo anterior la respuesta es clara, directa y sin opción a dudas: sí. Pero (siempre hay un pero) no de la manera en que lo estamos haciendo.
Comencé a escribir estas líneas no por casualidad o apetencia, sino en cierto modo como una necesidad de transmitir todo lo que me hizo sentir la cercanía de la matanza a la par que, de nuevo, ponía en orden esos sentimientos. Pero antes de contar el qué y el porqué de este momento lo pondré en contexto yendo unos años atrás.
Siempre recordaré la primera vez que olí la acción del agua hirviendo sobre una gallina decapitada para facilitar el desplumado. Es asqueroso.
La necesidad de compartir conocimiento, de transmitir el saber hacer e involucrar en los múltiples procesos que conlleva vivir del rural, mis padres me enseñaron mucho, a veces de una manera progresiva, otras a las bravas, para que no me diera tiempo a pensar demasiado. Siempre recordaré la primera vez que olí la acción del agua hirviendo sobre una gallina decapitada para facilitar el desplumado. Es asqueroso. Pleno invierno, el vapor salía del caldero lleno hasta casi el rebose donde mi madre metía un ave tras otro, armada con guantes para no quemarse, y al poco lo sacaba para arrancar a puñados, rapidez y experiencia las plumas que salían con facilidad por acción del calor. Alguno de los gatos rondaba considerando el hurto de las cabezas en un descuido, otros olían e incluso lamían la sangre sobre el tallo donde permanecía el hacha clavada esperando al siguiente. No era tanto la escena, pues se naturalizaba en mi mente como algo cotidiano, normal, necesario, sino los olores desprendidos de aquellos vapores. Aquel fue mi primer contacto directo con el sacrificio de animales en casa, no sabría decir mi edad, pero es me figuro que menos de cuatro años por cómo recuerdo la altura de las cosas.
Tras participar de forma activa en unos cuantos sacrificios llega el día en el que te ponen un cuchillo en la mano.
De ahí en adelante, los distintos momentos en los que sacrificábamos algún animal se sucedieron de manera natural, como es lógico en un entorno de autoabastecimiento y de dieta omnívora. Cerdos, conejos, pavos, patos, terneros, corderos… No resultan estos agradables y, por suerte, aquellos que nos criamos en estas circunstancias solemos mantener cierta distancia que aún nos permite disfrutar del alimento proporcionado sin caer en la deshumanización o, por el contrario, pasar al extremo opuesto.
Cuando hablo de deshumanización podrías pensar que pongo a los animales a la altura de los humanos y no es así, si no al contrario, nos igualo a los animales, pues es lo que somos, con unas capacidades distintas pero animales al fin. Que no se nos olvide.
Tras participar de forma activa en unos cuantos sacrificios llega el día en el que te ponen un cuchillo en la mano, un rito de paso cuyo fin es hacerte enfrentar a algo tan necesario en el transcurso de la vida como asistir el parto de una vaca, ir a segar hierba para alimentar al ganado en invierno o limpiar las cuadras. Llegó el momento de transmutar hacia mano ejecutora. Sin “pañitos calientes”, sin pensar demasiado en ello, de pronto un día me veo asistiendo a mi padre, con un cordero colgado de las patas traseras siguiendo la misma maniobra que veces anteriores: palpa el cuello y encuentra la yugular. En ese momento me dice “coge aquí, ¿la sientes?” Entonces, te da la navaja y dice “corta”. Y lo haces. Sientes la sangre caliente por tu mano y con un terror nunca antes experimentado apartas la mano dándote cuenta de lo que acabas de hacer. Surgen lágrimas que aguantas como puedes mientras diriges la mirada suplicante de perdón hacia los ojos del animal, que ni tan siquiera se permitió el lujo de balar, mientras los cierra poco a poco. No es agradable, en absoluto.
Ese respeto no era tan profundo hasta conocer lo que ocurre con la navaja entre tus dedos.
A los veinte minutos, después de que tu cerebro haya conseguido tirar de recuerdos genéticos para superar la situación y se encuentra ya eviscerado y sin piel, descubres que el cordero ya no está, su alma, su esencia desapareció para convertirse en otra cosa, para ser alimento. Es entonces cuando agradeces enormemente el regalo que te ha dado tras todo el tiempo de trabajo, de cuidados y de sudor que te llevó criarlo. Comienzas a tratar su carne con el mayor de los respetos despiezándolo con cuidado para, después, cocinarlo o conservarlo, aprovechando al máximo todo lo que ofrece pues lo contrario sería una absoluta falta de respeto hacia él.
Ese respeto no era tan profundo hasta conocer lo que ocurre con la navaja entre tus dedos. En las siguientes ocasiones procuré evitarlo siempre que pude pues me valió aquella para tomar consciencia de lo abrumadoramente significante que es quitar la vida a un animal.
Pasados los años la falta de cotidianeidad hizo mella en aquella resistencia desarrollada, hoy difuminada por una menor exposición y que afecta de forma significativa a mi estado y, por ende, a mi manera de enfrentarme psicológicamente a ello. Volviendo al presente, al de estas líneas me refiero, me vi en un similar cuando comí carne procedente de una ternera que criamos en casa.
La historia de la ternera tiene su origen en su nacimiento llegando a este mundo ciega. En un principio, no habría de suponer mayor problema en una explotación ganadera cuyo modelo sigue el de las macrogranjas. Sin embargo, por fortuna no es el caso pues la ternera nació en una ganadería tradicional donde las vacas pastan en semi-libertad en valles y puertos. Un animal ciego tendría graves dificultades para desenvolverse en este entorno, más si cabe en los puertos de montaña dónde sería fácil que muriera debido a la orografía, al distanciarse del grupo o por acción de algún depredador como el lobo o los perros errantes. Tomaron la decisión de llevarla a casa de mis padres y criarla allí dónde vivir una vida bastante más larga y cómoda de la que le hubiera tocado en su “hábitat”. Se alimentó, se cuidó y se convirtió en un animal noble, tranquilo e incluso cariñoso, pues mostraba afectividades poco habituales. Llego el momento del sacrificio y ocurrió algo que me trastocó y me hizo pensar de nuevo en todo aquello que pensé asimilado y superado. ¿Por qué no supone una pérdida pero sí me genera emoción? La empatía: su alma no se pierde, pero ella ya no está. Aquella misma noche comí su carne, honrando su vida y con un sentimiento de gratitud tan profundo que empañaba mi visión.
La Princesa!!😪 Uff, que recuerdos de una infancia feliz. Me hiciste retroceder en el tiempo, guapu artículo.👏 A mi(por suerte) no me tocó nunca ser mano ajecutora.🙏