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jueves 21, noviembre 2024

Esta revolución no me la pierdo

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Se ha dicho que 2017 ha sido el año del feminismo, en el que, a escala global, o al menos en un número relevante y particularmente influyente de países, las voces de la reivindicación igualitaria y del combate frente a la discriminación se han escuchado con más fuerza y han animado el debate social. Evidentemente, el movimiento no es uniforme ni está exento de contradicciones ni viene de ahora. Al contrario, es una lucha prolongada que hunde sus raíces varios siglos atrás; no en vano dice la filósofa Amelia Valcárcel que el feminismo es hijo bastardo –no querido, pero inevitable- de la Ilustración. La agitación cultural y política de 1968, como momento de eclosión y confrontación con la tradición, dejó como huella perdurable la irrupción en primera plana del feminismo, proceso que se ha acelerado hasta nuestros días, pese a la combinación de avances sustanciales con algunos obstáculos y, en otras latitudes, verdaderos retrocesos. En todo caso, sí que es apreciable en los últimos años una intensificación del debate público sobre la persistencia de la desigualdad, las medidas políticas para combatirla y, en la parte que nos afecta más directamente, las conductas y actitudes de cada persona ante este fenómeno.

Es apreciable en los últimos años una intensificación del debate público sobre la persistencia de la desigualdad, las medidas políticas para combatirla y las conductas y actitudes de cada persona ante este fenómeno

La medida en la que los progresos del feminismo y la evolución social nos interpelan a cada persona, y singularmente a los hombres, es una de las claves de bóveda de la construcción del edificio social igualitario. Nos hemos educado en una cultura en la que, a fuerza de los papeles desempeñados y de la inequitativa distribución del poder entre mujeres y hombres, se presentaba la desigualdad como parte consustancial de nuestra condición y, en última instancia, sustrato insoslayable de nuestra sociedad. Aunque, a partir de las últimas décadas, la igualdad formal se enunciaba en el frontispicio de las aspiraciones comunes, se obtenían avances legales y medidas dirigidas a erradicar la discriminación, y se nos invitaba a saludar e impulsar dicho proceso, el entorno en el que nos hemos criado, los roles que hemos constatado, las expectativas que se tenían puestas en nosotros y la forma en la que la sociedad continuó educándonos para la relación con las mujeres (en el trabajo, la vida política y social, el ámbito personal y afectivo, etc.), arrastraba aún un pesado fardo de genuino carácter patriarcal. Constatar que no hay principio moral basado en la racionalidad y el progreso que no considere la lucha por la igualdad de las mujeres como un asunto cardinal; y comprobar que la incorporación plena de la mujer a la actividad económica y profesional, a las responsabilidades políticas y asociativas, a la adquisición de una ciudadanía efectiva y completa, no deja de ser la revolución exitosa de nuestro tiempo, un enriquecimiento colectivo, que, aunque quede mucho todavía por conseguir, hace a nuestra sociedad más justa y eficiente; todo eso no puede hacerse sin alcanzar un cuestionamiento final, que afecta a la esfera más cercana y propia, sobre la posición a adoptar ante este proceso, que concierne a nuestras vidas, a la vez que toca al conjunto de la sociedad.
La posibilidad de realizar nuestra aportación, en el compromiso personal, en las decisiones vitales y en la edificación -ladrillo a ladrillo- de una relación igualitaria en todos los ámbitos, de un pacto social en su plasmación práctica y cotidiana que erradique la discriminación, es la demanda que este tiempo nos hace a los hombres, a sabiendas de que en el sentido contrario nos llevan la inercia, la comodidad o, en el peor de los casos (por fortuna, en descenso), la ignorancia o las posturas recalcitrantes contrarias al profundo cambio social que viene de la mano de la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. Nosotros, además de adquirir conciencia sobre los beneficios colectivos de este proceso, nos enfrentamos al reto y a la necesidad de sacudirnos de encima la costra de los macro y micromachismos con los que hemos convivido y, en alguna medida, tolerado. Hasta que, como en el poema de Rafael Alberti, decidimos arrojarlos de nosotros como un carbón hirviendo, para poder vivir plenamente en igualdad y ser parte de la solución, y no del problema.

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