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lunes 2, diciembre 2024

Tecnoética y política

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No es cosa de ahora que exista cierta incredulidad ante los avances científicos y sus efectos sobre nuestra vida. Salvo a las personas que viven en un ambiente profesional o creativo de alta innovación y relacionado con las disciplinas más dinámicas, a casi todos nos cuesta figurarnos cómo serán las cosas cuando determinados avances, hoy apenas esbozados, se hagan realidad. Desde la Revolución Industrial y la aceleración del progreso técnico, se han sucedido cambios radicales que rápidamente dejaron inservibles viejas formas de trabajar, organizarse y relacionarse. Los descubrimientos, las invenciones y sus aplicaciones han ido sacudiendo a sociedades que no imaginaban que el ser humano sería capaz de conquistar los confines de la Tierra, utilizar medios de transporte que acortarían distancias antes insalvables, producir alimentos para una población varias veces milmillonaria, poner el acceso al conocimiento universal al alcance de un clic o la destrucción mutua asegurada al de un botón del maletín nuclear. La confianza en el ser humano y su capacidad para dominar y utilizar en beneficio común los adelantos técnicos experimenta vaivenes a medida que vemos sus resultados prácticos, con sus múltiples consecuencias positivas y, a veces, con el horror gráficamente representado en la fábrica industrial del exterminio nazi, en el hongo atómico de Hiroshima o en los aparentemente irreversibles estragos sobre el medio natural del que ilusoriamente creemos habernos emancipado.
Vivimos tiempos de sustitución de antiguas convicciones, religiosas o políticas, que han envejecido mal, reemplazándolas por una incipiente deificación de la ciencia. Gana terreno la idea de que no harán falta más códigos morales ni criterios de organización social que no sean aquellos impuestos por la fuerza de los hechos derivados del desarrollo científico, que en buena medida van asociados a las prioridades del sistema económico, como únicas verdades. Seguimos absortos en las novedades que se suceden y las que están en ciernes, con el vértigo que produce la aceleración de los cambios, pero delegamos en el propio proceso, del que somos ajenos, la toma de decisiones sobre el impacto de tales transformaciones y sus límites. Las formas de organización del poder público se resienten ante los cambios de las relaciones sociales y la capacidad de intervenir de las instituciones democráticas se reduce de forma dramática. Ni nosotros decidimos esta materia ni lo hacen quienes tienen confiado tal cometido.

La posibilidad real de que las diferencias entre las personas ya no sean solo de renta o formación sino de selección genética y morfología, son escenarios perfectamente posibles.

Los debates que hoy contemplamos sobre aspectos como la brecha digital o la maternidad subrogada, por poner dos ejemplos, que nos parecen vidriosos y de difícil respuesta desde una óptica humana, serán un juego de niños con los que están por venir en un futuro próximo. La pérdida de interés que para el sistema productivo automatizado tenga la mano de obra, o cuando menos una parte muy importante de ella; la acumulación de capital y la profundización extrema de las desigualdades; la posibilidad real de que las diferencias entre las personas ya no sean sólo de renta o formación sino de selección genética y morfología; o la pérdida de decisión colectiva y humana en aspectos críticos de nuestro destino, son escenarios perfectamente posibles y que no están sacados de la imaginería futurista hasta ahora destinada básicamente al entretenimiento. En la economía financiera, transacciones millonarias son realizadas por procedimientos emanados de programas informáticos, con una intervención humana menguante; ¿admitiremos que el Derecho se aplique para el caso concreto desprovisto de su condición de que el juzgador de los conflictos sea el propio ser humano? ¿Confiaremos que los diagnósticos médicos no emanen del ojo clínico sino de la computadora? ¿La elección de las personas para una responsabilidad la continuarán realizando otras personas en lugar de programas que combinen datos cada vez más exhaustivos, complejos y, a priori, certeros? ¿Adoptaremos todas las decisiones económicas sobre la base de la deliberación y la ordenación de prioridades o conforme a un proceso al que se dote de un carácter científico que se entienda superior a la falibilidad humana?
Carecemos de instrumentos y espacios de debate para abordar los dilemas morales y políticos que se plantean. Sin embargo, la pervivencia de la propia noción del ser humano, de su autonomía y hegemonía, está en juego. Llegará un momento en que haya que decidir en qué lugares de la cadena de toma de decisiones no se sustituirá, ni directa ni indirectamente, a la persona y a su criterio; qué grado de selección tecnológica podremos soportar sabiendo las consecuencias, en términos de exclusión, para los que no lo alcancen; cuáles serán los límites de la alteración de nuestra condición física y de la capacidad de adquisición de conocimientos por nuevos medios; y, aunque suene a ciencia-ficción, en qué medida se admitirá la dominación de la inteligencia artificial sobre el genio humano. Las relaciones de poder, la interacción con el entorno, la organización social y productiva, el tipo de vínculos que se establecen con el resto de personas y entre las propias colectividades humanas, todo sobre lo que, en definitiva, se edifica nuestra posición en el mundo, está en trance de ser puesto en juego, con nuevos vectores y elementos que apenas se han atisbado pero que lo condicionarán todo. Introducir la reflexión ética, urgente y eficaz sobre estas materias es cuestión de pura supervivencia.

 

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