“Está escrito en el Eclesiastés, capítulo primero: «Infinito es el número de los tontos» … ¿Qué se entiende sino…que la vida humana no es otra cosa que la comedia de la Estulticia? Así se aprueba la frase de Cicerón, por la cual es justísimamente ensalzado: ‘Todo está lleno de estúpidos”. (Encomio de la Estulticia o Elogio de la Locura, Erasmo de Rotterdam).
En los tiempos modernos corren las tonterías de chat en chat, sin freno ni torna. Un ejemplo, antes de las últimas elecciones generales apareció una opción política de color rosa buscando hueco entre la presunta izquierda instalada. Se libró una batalla virtual con ejemplos tan patéticos como el que sigue, que se explica por sí mismo:
En Eclesiastés 7, 23 se lee: “No atiendas a todas las palabras que se dicen”. Suelo reprender a las amistades cuando difunden notas ajenas que no han verificado. Quienes no son amigos, cuando pregunto de dónde procede una noticia dudosa, se suelen escandalizar, amagan un insulto y aseguran por sus muertos que lo que afirman es verídico.
Parece ser que Darwin, a quien acosaron desde los púlpitos porque sus descubrimientos sobre la evolución de las especies “contradecían la Verdad Revelada”, llegó a decir que la ignorancia frecuentemente proporciona más confianza que el conocimiento. El dicho castellano es claro, la ignorancia es muy atrevida.
Debo agradecer a un articulista de uno de los muchos periódicos que leo que me haya puesto en la pista del Efecto Dunning-Kruger; no solamente analizado sino hasta medido por los psicólogos. Consiste en tener tan poco entendimiento como para sobreestimar lo que uno sabe, y a partir de ahí aseverar con una seguridad desproporcionada, -más aún, con vehemencia-, las opiniones insensatas en cualquier foro. “Saben tan poco que ni siquiera se dan cuenta que no saben”,
Son llamados, estos especímenes, ultracrepidianos; una palabra que no aparece en el diccionario, pese a la abundancia de pacientes. Procede del latín, claro, y tiene detrás una divertida y provechosa historia. Cuenta Plinio el Viejo que el pintor Apeles de Colofón solía pedir opinión al público acerca de su obra; un zapatero observó que quizá debiera corregir una sandalia (crepida); lo hizo, pero el artesano a continuación sugirió otros cambios en el retrato. Según Plinio, Apeles le dijo, “Ne supra crepidam sutor iudicaret” (No opines por encima de los zapatos)1. En castellano está bien explicado: “Zapatero a tus zapatos”.
(El Efecto Dunning-Kruger) consiste en tener tan poco entendimiento como para sobreestimar lo que uno sabe, y a partir de ahí aseverar con una seguridad desproporcionada, -más aún, con vehemencia-, las opiniones insensatas en cualquier foro.
Salvo que cada uno se dedique a aquello que medianamente conoce, podemos asistir a hechos tan preocupantes tal que soportar en el ministerio de Sanidad USA a un Kennedy tan irresponsable como para denostar las vacunas, que llevan salvando vidas desde hace dos siglos y cuarto. O las barbaridades que escuchamos a un famosillo español del mundo de la farándula diciendo que nos inoculan un chip para controlar lo que pensamos. Y ciertamente no haría falta, les basta para apoderarse de nuestros vagos cerebros con determinados programas de la tele.
Para sacarnos del necio estado sería bueno que los letrados nos ayudaran. Se supone que los ministros de la religión católica están estudiados, sin embargo, a veces me entran las dudas. Vean la explicación en la iglesia de la Virgen del Mercado, en la Plaza del Grano de León: ¿Qué es una coronación? ¡Poner una corona! Pues vaya, gracias por ilustrarnos, dómine.
Quizá se piensen que la mayoría no entendería otra explicación; probablemente han tomado nota de la recomendación de Lope de Vega, que en su Arte nuevo de hacer comedias dice escribir, tal que otros autores competidores suyos, para recibir el aplauso del vulgo, a quien “es justo hablarle en necio para darle gusto”.
Este afán de dividir el mundo entre quienes lo saben todo y quienes sabemos poco ha llevado a una parte de la humanidad a tratar desconsideradamente a otra. Recordemos que hasta hace nada era frecuente lanzar sin vergüenza el calificativo de subnormal, insulto con el que se ponía punto final a las discusiones de chigre, por ejemplo. Algo hemos avanzado, hoy nos escandaliza leer esto, -que pretendía ser cariñoso-, en un porfolio de fiestas de La Flor de Lada de 1981.
No todos tenemos coeficientes intelectuales superlativos, no todas podemos abordar carreras universitarias; aunque no es necesaria una pléyade de arquitectos, las casas necesitan albañiles y fontaneras. Ni tampoco pasar por las aulas aumenta las capacidades, ya se sabe que “Quod natura non dat salmantica non praestat” (Lo que no te dio la naturaleza no te lo puede prestar Salamanca).
Que todos conocimos paseantes de libros, que no estudiantes. Del maestro Francisco García2 recojo una expresión bien gráfica, “intelectuales de sobaco”, entre los que, -asegura-, se contó alguna vez. Yo la usaré con otro sentido, para referirme a aquellos que se muestran en los sitios de alterne con algún tomo bajo el brazo, -gordo o de título exótico, a ser posible-, sin haberse preocupado de abrirlo en la vida. Da mucho lustre citar a Baruch Spinoza, aunque no nos atrevemos con su Ética de siete tomos; suena bien mencionar a Arthur Schopenhauer, pero a ver quién es el guapo que se acerca a “Parerga y paralipómena”.
En definitiva, desconfiemos de los que siempre están seguros de todo, que de la vida sabemos cuatro cosas y la mitad de ellas porque nos las han contado. No propaguemos bulos, dialoguemos mucho, estudiemos un poco más, y acerquémonos al ideal decimonónico de ser seres humanos ilustrados, morales y libres.
¡Y haya Salud!
1 Agradezco esta anécdota a la profesora Jennifer Delgado de la Universidad de Santa Clara (Cuba)
2 Francisco García Pérez. “Yo fui un sobaco ilustrado”. LNE, 27 noviembre