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jueves 19, septiembre 2024

De escuelas rurales

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Hablar de las escuelas rurales es narrar indirectamente muchas historias a la vez, particulares, comunes, diversas, trágicas, asombrosas o graciosas.

Desde un punto de vista documental, poco queda de ellas de una época anterior a la revolución obrera del 34. Tuvo sus cosas buenas, pero también muy malas y desacertadas como la destrucción de la Universidad de Oviedo.

El patrimonio de esta universidad quedó calcinado en casi su totalidad: más de diez mil libros, doscientos manuscritos, setenta incunables y la mayor hemeroteca asturiana. Una desgracia absoluta sin argumentario capaz de defenderla. La destrucción de conocimiento y de patrimonio social nunca, jamás está justificada.

De lo posterior a la Guerra Civil poco queda también. Si la primera destrucción se debió a una lucha social, la segunda gobernó la estupidez: todo el fondo documental generado durante décadas se utilizó para absorber el agua que inundaba con frecuencia el edificio del Ministerio de Educación en la Plaza de España de Oviedo. Con el tiempo, se intentó recuperar, pero era tal el destrozo que terminó por declararse impracticable y su destino fue el vertedero. Todo un logro de mentes pensantes y con sueldo público.

Ante semejantes despropósitos, no tenemos más refugios que la memoria de quienes vivieron épocas pasadas o retuvieron historias de las anteriores.
Estos, los propios habitantes de las zonas rurales, son custodios de un patrimonio que desaparece con cada fallecimiento si no se transmite o retiene de alguna manera.

En cuanto al sistema educativo, como consecuencia de los cambios políticos que se vivieron en la España de los siglos XIX y XX y las reformas de las diferentes leyes educativas, no fue hasta la entrada en vigor de la Ley General de Educación en 1970 que se derogó la Ley Moyano, originaria del 9 de septiembre de 1857. Durante todo este periodo, la deriva del sistema educativo retrasó significativamente el desarrollo social y la difusión del aprendizaje para sacar el analfabetismo del pueblo teniendo graves consecuencias socio económicas para el país.

Pese a este desorden, se intentó suplir como se pudo esta necesidad educativa en la sociedad rural, la más perjudicada en este aspecto.

Para ello se dio uso a cualquier espacio disponible: el pórtico de la iglesia, debajo de un árbol, en un hórreo o sobre las cuadras del vecino generoso que ponía a disposición la tenada. Todo lugar era bueno para impartir conocimientos mínimos de lectura, escritura y cálculo además de geografía e historia.

Si esto ya de por sí no facilitaba las cosas, muchos progenitores veían inútil la escuela, dando prioridad al saber cuyo origen eran las labores propias de la subsistencia que obligaba el campo y la ganadería. Por suerte, con el tiempo y la labor de las autoridades y profesoras/es, la reticencia se fue diluyendo.

En todas las parroquias se encuentra, al menos, una casa del maestro, bien porque eran escuelas privadas, otras alquiladas por los ayuntamientos para tal fin o por que el docente residía en la misma.

No fue hasta principios del s. XX que se tomó la determinación de construir edificios en exclusiva para la educación, siendo entonces común que en la planta superior se instalara la vivienda del maestro o maestra.

Pese a lo anterior, existieron también privadas donde se ofrecía el servicio de enseñanza en aquellos pueblos en los que aún no habían llegado a construirse escuelas públicas o los propios vecinos/as se encargaban de suplir esta necesidad.

En estas, también se facilitaban durante el verano conocimientos mínimos a adultos que por ganas o necesidad aprendían al menos a leer y calcular. Comenzaban a tomar conciencia de la importancia del conocimiento básico. Unas veces por inquietud, otras por miedo a ser engañados.

Las escuelas rurales tuvieron su auge una vez finalizada la Guerra Civil. En este momento se destinaron grandes partidas presupuestarias a la construcción de pabellones de enseñanza caracterizados por la segregación por sexo, una imagen de Franco presidiendo los espacios y unos recursos limitados que se exprimían al máximo. Dejando en manos del maestro/a de turno dar uso creativo a los mismos o generar los propios.

Pocas de estas escuelas tenían, al menos, un chambombo con el que calentar el espacio durante los fríos inviernos.
Quienes tenían suerte, disfrutaban de una estufa que alimentaban con la leña que cada alumno llevaba en la mañana. Algunas maestras, como me tienen contado, ponían encima la olla a cocer el pote, impregnando el aula de olor a berza.

En otras, las criaturas llevaban consigo una lata de conservas vacía que colocaban entre sus pies para que la maestra les pusiera una brasa de la cocina de leña de su vivienda y, así, poder sobrellevar mejor el frío.

Había maestros/as que cultivaban sus propios alimentos en los alrededores del mismo edificio y solían recibir por buena costumbre diferentes viandas como obsequio de las gentes del pueblo. Formaba parte de la estima y respeto hacia la figura del maestro, sobre manera a aquellos que participaban activamente de la vida social y comunal del pueblo.

De estos maestros, tenían fama los babianos (de la localidad de Babia en Castilla y León), hasta el punto de subastarse a sí mismos en las ferias de finales de verano en los pueblos de Narcea y Tineo. Su vida nómada, como artesanos trashumantes, se limitaba a un traje medio bueno, varias mudas y cinco o seis libros, todo metido en una maleta sencilla y muchos kilómetros en los pies.

Algo curioso que ocurrió en estas escuelas fue el reparto regular de queso y leche en polvo a los niños.
Estos alimentos provenían de la Cruz Roja, fueron financiados y enviados por familias estadounidenses como ayuda humanitaria tras la guerra en España.

De la leche en polvo, se recibían tres tipos: natural, con sabor a vainilla y a chocolate. La natural no hacía mucha gracia en este entorno pues, como es normal, su sabor resultaba extraño y desagradable a quien estaba acostumbrado a beberla fresca a diario en su propia casa. Eso sí, a la de chocolate, si es que llegaba, nadie le hacía ascos.

Estas generaciones, solían abandonar pronto los estudios. Era habitual dejar los libros a los 14 años, destinando este tiempo a aumentar sus horas de labor en el rural o incluso a realizar trabajos externos en alguna empresa cercana.

Es importante recordar que se consideraba cerca todo lo que estuviese a no más de dos horas de camino, lo que se traduce en unos 10 km de ida y otros tantos de vuelta. Las alternativas eran las que eran y así vivieron las generaciones de nuestros padres y abuelos.

Hoy, por suerte en su mayoría, a las antiguas escuelas rurales se les da uso como centros culturales y/o sociales manteniendo así un edificio público con gran historia y relevancia.

Si sientes curiosidad sobre las antiguas escuelas rurales en Asturias, te recomiendo el Museo de la Escuela Rural en Viñón, Cabranes. Te dejo por aquí su web: www.museodelaescuelarural.com

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