Al calor de la crisis económica y social, se ha despertado entre la ciudadanía un fuerte cuestionamiento del sistema de representación política propio de nuestra democracia parlamentaria.
Por un lado, cunde la sensación de que los parlamentos y los propios gobiernos son incapaces de articular medidas de respuesta a las circunstancias, o de que, directamente, se limitan a sincronizar sus agendas con las exigencias de las corrientes financieras y las superestructuras que determinan las prioridades macroeconómicas del momento (básicamente centradas en la reducción del déficit, la extensión de las reglas de mercado a todos los ámbitos y la minoración de la esfera pública al mínimo indispensable). Las instituciones de las que nos hemos dotado en nuestra arquitectura constitucional parecen, de este modo, vacías de contenido o, peor aún, sometidas, incluso por convencimiento propio, a fuerzas ajenas al interés de la mayoría que predeterminan las decisiones. Por otro lado, la pérdida de calidad en el funcionamiento de los poderes públicos o, directamente, su deriva arbitraria, desdibujan el sueño democrático, que ya no necesariamente conduce a un sistema virtuoso de equilibrio de poderes (los checks and balances teorizados por el constitucionalismo anglosajón), de respeto de los derechos de los ciudadanos y de refuerzo de la fluidez entre representantes y representados, sino que puede degenerar en democracias de dudosa consistencia como tales, desde la Rusia autoritaria de Putin a los presidencialismos caudillistas, pasando por otras experiencias desalentadoras de abuso inicuo de la mayoría absoluta, como el que realiza Víctor Oban en Hungría (bajo alertas escasamente efectivas de la Unión Europea) o, como no subrayarlo, el propio Gobierno de España (29 decretos-ley en 2012 hablan por sí solos de la supeditación del poder legislativo al ejecutivo).
Puede que el paradigma de la democracia parlamentaria esté entrando en una grave crisis, aunque no sería la primera de la que sale, modificado y revisado, pero indemne en lo sustancial.
«Estamos en tiempos de cambio en los que es legítimo cuestionarlo todo o casi todo, y el parlamentarismo corre el riesgo de degradación irreparable si no se afronta la mejora de nuestro sistema de representación»
Lo inquietante de las experiencias pasadas es que la crítica al parlamentarismo fue sustento de los totalitarismos más feroces y de dictaduras de amargo recuerdo y es difícil tener la completa seguridad de que no vaya a ser así, aunque quizá no con el mismo grado de dramatismo, esta vez. Si la alternativa a la democracia parlamentaria son fulgurantes experimentos incapaces de hacerse una idea cabal del significado de la responsabilidad política (con el ejemplo más llamativo de Beppe Grillo, dispuesto a hacer fracasar cualquier alternativa al resistente berlusconismo), el populismo que introduce el sensacionalismo o la política-espectáculo en el corazón de las instituciones, el asamblearismo que vive en ensoñaciones impracticables de democracia en tiempo real (como si no se requiriesen personas que temporalmente se dediquen a la cosa pública) o un neoconservadurismo dispuesto a tomarse la revancha en el terreno perdido (el de la igualdad, la descentralización o la libertad individual), quizá acabemos echando de menos la aburrida estabilidad del sistema parlamentario de las últimas décadas previas a la crisis.
No obstante, tan peligroso como dejarse abandonar al escepticismo o echar por tierra la trayectoria histórica del sistema parlamentario, sería enrocarse en su propia dinámica, como si sus liturgias fuesen antídoto suficiente, sin apreciar que muchas de las críticas que se formulan están cargadas de sentido y propiciando un aislamiento que en nada ayudaría a su supervivencia. Estamos en tiempos de cambio en los que es legítimo cuestionarlo todo o casi todo, y el parlamentarismo corre el riesgo de degradación irreparable si no se afronta la mejora de nuestro sistema de representación, la consideración de la conciencia cívica como actor político fundamental, la promoción de las formas de participación directa en los asuntos públicos y el profundo reajuste de los partidos políticos para que cumplan adecuadamente su función constitucional.