En aquel momento y en los tres años siguientes, con los partidos socialistas y socialdemócratas obteniendo resultados electorales pobres en una buena parte de los países de la Unión Europea; con la sensación de que los objetivos marcados desde estas posiciones al inicio de la crisis (gobernar los mercados financieros, evitar que los poderes públicos se quedasen sin posibilidad de acción para afrontar la crisis, distribuir de forma justa el esfuerzo en la superación de las dificultades, etc.) en modo alguno habían sido alcanzados; y con las contradicciones y efectos del sistema económico en pleno apogeo, cundió la sensación de fin de época para una corriente política que ha sido decisiva en la construcción y defensa de democracias avanzadas y del Estado Social en el siglo XX. No se trataba sólo de que los partidos que se han identificado históricamente con el ideario socialdemócrata afrontasen un periodo de desafección del electorado y cierta desorientación, comenzando por la sintomática presidencia de la Internacional Socialista por Yorgos Papandreu, emblema del representante político doblegado por las circunstancias (y hoy, además, fuera del PASOK griego); ni únicamente de la pérdida de relevancia política y presencia institucional (más en unos países que en otros) de los socialdemócratas, sino del cuestionamiento último de los principios políticos de esta tendencia. La posibilidad de moderar las fuerzas del mercado, mantener una cierta intervención pública sin asfixiar el dinamismo económico de la sociedad, asegurar una serie de derechos sociales de modo que resulten inherentes a la condición de ciudadanía y gestionar servicios públicos que hagan realidad esos derechos, parecía dejar de ser un programa político atractivo, creíble o viable. Por una parte, por el convencimiento de algunos en la necesidad de acomodarse a la nueva era del darwinismo social en un contexto de capitalismo global imposible de ser domado. Por otro lado, por el resurgimiento de planteamientos centrados bien en la crítica radical al sistema (en muchos casos sin verdaderas alternativas), bien en un retorno a modelos proteccionistas de capitalismo nacional y economías cerradas.
«Son las propias aspiraciones de la ciudadanía y una sociedad madura, en la que una mayoría se autoposiciona en el espectro político en el centro-izquierda, la que mueve a que los nuevos actores busquen la identificación con ella utilizando el emblema de los valores de la socialdemocracia»
En este contexto, sin embargo, es significativo que, al menos en España, a la par que han aumentado las opciones políticas con posibilidades de conseguir fuerte presencia en municipios y parlamentos autonómicos, trastocando sustancialmente el escenario electoral, y al mismo tiempo que una de las piezas de caza mayor a cobrar por los partidos emergentes es la posición central que en la democracia española ha tenido el PSOE, es en este momento cuando en la definición política que las fuerzas emergentes hacen, con titubeos, de sí mismas, califican ciertos aspectos de sus propuestas (las que se van conociendo, de forma parcial), como socialdemócratas, etiqueta que, por la procedencia política de sus portavoces, seguramente han vilipendiado en el pasado reciente. Curiosamente cuando lo que se cuestionaba no era sólo el instrumento político representante de esta ideología –el PSOE- sino la propia teoría y sus posibilidades de ser realizada, se vuelven los ojos sobre ella a la hora de buscar una identificación con el criterio político de una mayoría social.
La parte positiva de ello es que son las propias aspiraciones de la ciudadanía y una sociedad madura, en la que una mayoría se autoposiciona en el espectro político en el centro-izquierda, la que mueve a que los nuevos actores busquen la identificación con ella utilizando el emblema de los valores de la socialdemocracia. La parte sorprendente es que se pretenda ocupar ese espacio central por quienes vienen, por su recorrido vital y sus antecedentes, de tradiciones políticas que poco tienen que ver con la socialdemocracia.