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sábado 12, octubre 2024

Canto a la añoranza

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“Volverán las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar/ y otra vez con el ala en tus cristales/ jugando llamarán”
(Gustavo Adolfo Bécquer)

Todo pasa y algo permanece para consolarnos, para invitarnos a soñar, a jugar con el pensamiento y con el tiempo. Son las cosas que se repiten cada año y que parecen lo mismo… cosas que nos recuerdan dónde estamos y de dónde venimos, que nos recuerdan quiénes somos porque forman nuestra biografía, nuestra vida.

Salgo a encontrarlas, en los ríos, en el bosque, en las caleyas de dónde siempre puedes llevar a casa un ramo de flores silvestres, margaritas, cicutas, laurel. Lugares que conducen a cualquier parte y que son fuente de aromas, la tierra removida, la hierba seca o recién cortada.

Y también de sabores.
Reaparecen en primavera los “miruéndanos” (fresitas salvajes) y me llevan a mis tiempos de niña, al trayecto hacia la escuela durante el cual nos parábamos a coger estos frutos, los íbamos pinchando en un tallo herbáceo y cuando se llenaba los comíamos. Era una práctica muy sabrosa. Nunca he dejado de hacerlo, año tras año, conozco caminos que cada primavera vuelven a ofrecer ese maravilloso fruto y allí estoy. Los niños de hoy no disfrutan con esas prácticas y sus padres que sí lo hicieron tampoco lo hacen, así que son todos para mí y disfruto sintiéndome aquella niña que fui.
En verano los frutos que la caleya ofrece son las “moras”. Cuando era niña recoger moras era todo un ritual, salías de casa con un recipiente y recogías todas las que podías, se pasaban por un pasapurés, se les añadía agua y azúcar y teníamos el refresco de la tarde.

Reaparecen en primavera los “miruéndanos” (fresitas salvajes) y me llevan a mis tiempos de niña, al trayecto hacia la escuela durante el cual nos parábamos a coger estos frutos, los íbamos pinchando en un tallo herbáceo y cuando se llenaba los comíamos.

Y es que, algunas cosas vuelven.
Más allá de esto sigo caminando y siento nostalgia, la nostalgia del paisaje cambiado. Echo de menos una figura, la figura que fue “alguien” entre nosotros, uno más de “nosotros”, alguien que colaboraba con nuestro esfuerzo, con nuestro trabajo, que permanecía en su puesto de vigilancia día y noche; ese que con sombrero de ala ancha se protegía de los rayos del sol: el espantapájaros.
Era una creación artística porque cada cual elegía cómo vestirlo, con ropa vieja que había sido usada por nosotros, hierba para el pelo, sombrero y lazo para el cuello. Una vez finalizado el proceso, la creación, era conducido a su puesto de trabajo, generalmente al huerto. El espantapájaros tenía una vida.
Pero llegaron los CDs con su brillo y la música que producían al chocar cuando el viento sopla y el espantapájaros se fue al desván.
Y un día, quiero soñar, el espantapájaros se negó a morirse en el olvido y salió de aquel sitio oscuro y lleno de trastos, fue una noche…. Se reunió con los pájaros, en paz, en armonía y se hizo amigo de aquellos que en tiempos espantaba. Cada noche tenían una cita y así fue cómo el espantapájaros se sintió vivo, su vida tenía un sentido.

Por lo demás todo ha cambiado, demasiado, muy rápidamente:
El paisaje, todo es más estético, las casas mucho más cuidadas, la reconversión de partes de las mismas; las cuadras se han convertido en casas o en salones, las cocinas de leña han desaparecido en muchos hogares.

Escasea aquel paisaje de invierno que elevaba al cielo el humo de las chimeneas. El romanticismo del calor “Hergón”, de las tortas y las castañas sobre la chapa. De las galletas en el horno. Del olor a leña.

Desaparecieron los lavaderos públicos y desapareció la reunión vecinal, los momentos de intercambiar penas, alegrías y cotilleos. Cierto es, que, en algunos lugares, permanecen como recuerdo de nuestra historia reciente. Algunos pueblos deciden cuidarlos para que no se nos olvide el pasado.

Tuve la ocasión de conversar con una mujer emigrante que me describió su vivencia al volver tras cincuenta años de ausencia. (…) Al pasar por las caleyas observó los prados con hierba lista para su corte. Y se sorprendió al pasar nuevamente. Los prados estaban cortados y apilada la hierba en bolas; en unas bolas enfundadas en plástico negro. ¿Ya no se hacían “cucos” ni “varas de hierba”?

Fue el pasado año cuando tuve la ocasión de conversar con una mujer emigrante que me describió su vivencia al volver tras cincuenta años de ausencia. Se fue a los 15 años con sus padres para Argentina.
El pasado año permaneció en su aldea durante seis meses (sueña con volver definitivamente) y visitó lugares de esta su región, lugares que nunca había visitado en su época: Covadonga, la cueva de Tito Bustillo, el Museo de la Minería, las termas romanas… ¡En fin, todos los lugares de obligado cumplimiento!
Pero lo que más le entusiasmaba era volver sobre sus pasos de niña, de adolescente, los escenarios de su vida y se sorprendió por lo siguiente:
Al pasar por las caleyas observó los prados con hierba lista para su corte. Y se sorprendió al pasar nuevamente, dos días después. Los prados estaban cortados y apilada la hierba en bolas; en unas bolas enfundadas en plástico negro. ¿No se hacían “cucos” ni “varas de hierba”? ¿No se curaba la hierba?

Meses más tarde vio las plantaciones de maíz, ya no se segaba de la misma manera, no se hacían gavillas, no se hacían riestras de maíz que lucían en los hórreos. ¿Dónde quedaban aquellas gavillas en las que se hacían “casitas” para jugar dentro? Esas casitas en las que ella había jugado; el hueco que queda dentro era el refugio mágico al que llevaba los juguetes, las muñecas o los cuentos cuando de niña iba a cuidar el ganado.
Y, desde luego, añoró el movimiento en las caleyas. De niña siempre se cruzaba con gente, con el ganado, con señoras en los huertos, con mujeres que iban y venían de la fuente y el lavadero. De corrillos.
Y, por la noche, el bullicio de los bares, actualmente casi vacíos tras la cena, la luz de las linternas, los charcos, el brillo de las luciérnagas.

Con gran añoranza lloraba el tiempo que se había ido. Y ahora, en busca, de lo perdido, recorría los sitios por los que había pasado, por los caminos que conducían a los prados donde se había desarrollado la vida agrícola de su casa, los prados dónde habían sembrado, dónde había jugado. Quería, -me decía-, pisar cada pisada de aquellos momentos.
Volvió con la imagen con la que se había ido, las imágenes archivadas que nunca había olvidado y que nunca se planteó que pudieran haber cambiado.
Tampoco coincidió con las golondrinas…
Esas que siempre vuelven.

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