La noche de San Juan es un momento místico de transición, festival ígnico en el que, como se recoge en toda la tradición popular europea (Frazer, 2019), se salta sobre el fuego e incluso se hace pasar al ganado con fines que parten de la característica capacidad purificadora de este elemento o, en otros casos, un intento de potenciar y extender todo lo que propicia la luz y el calor proveniente del sol.
Algunos autores apuntan hacia la representación lúdica del mito en el que el Dios Sol llega a la edad adulta, lo que marca el ecuador de la mitad luminosa del año para los pueblos celtas. Nosotros, alejados del conocimiento ancestral, tenemos clara la contraposición a Noche Buena (solsticio de invierno, 21 de diciembre), siento esta la más larga del año frente a la festividad de San Juan (solsticio de verano, 20 de junio), que se impone como el día más largo. A partir de ahora la oscuridad va ganando terreno marcando así, curiosamente, el inicio del verano. Las fechas de los solsticios no se solapan con las cristianas, por esto, cuando hablamos de cultura tradicional nos referimos a las fechas sagradas, no a las astronómicas.
Para los asturianos, la noche de San Juan corresponde con una fiesta popular en la que se visten fuentes con elementos vegetales, se encienden fuegos a los que saltar, quemar los malos momentos o pedir deseos con la esperanza de que el dios de la luz tenga a bien atenderlos. Para honrarlo, se festeja de una de las mejores maneras que se nos ocurre: en fiestes de prau.
La existencia de una figura cargada de conocimientos con los que paliar cualquier mal físico, psicológico o energético, se alza en todos los pueblos.
El norte de la península siempre ha presumido de tradición pagana, de bosques encantados, de brujas, huestes de muertos, brumas impenetrables, seres extraños, lugares con carga mística…
La herencia mágico-religiosa que tenemos en la tierrina resulta especialmente rica y variada, por lo que aprovecharé esta fecha para reunir unas breves menciones a la tradición mágica en Asturias. No todo son trasgus.
Mas allá de seres mitológicos, uno de los ingredientes principales que componen la sociedad tradicional asturiana y que comparte casi el mismo protagonismo que la fe cristiana es la Bruja. La Bruja como institución.
La existencia de una figura cargada de conocimientos con los que paliar cualquier mal físico, psicológico o energético, se alza en todos los pueblos. “En Asturias se dice que ‘no hay campana sin Bruja’, lo cual significa que, cuando menos, habrá una en cada parroquia” (A. De Llano, 1922).
Estas figuras llevan a cabo una serie de actividades ritualísticas que corresponden con la necesidad, no de dar explicación (que no interesa), si no solución a problemas cotidianos de mayor o menor importancia. Es tal la relevancia de la bruja (buena) que rivaliza con el cura, pues al segundo se le respeta, pero la primera es vital para la supervivencia del grupo, llegando incluso a temerse. Caso, por ejemplo, de las matronas, de gran valor y tan necesarias. Como curiosidad, no hace muchos años se decía por una de las cuencas que todos los niños nacían por Cesárea, pues era el nombre de la matrona que asistía.
El curandero valía para todo, lo mismo te trataba un cordero que te encajaba un hombro dislocado.
En el lado opuesto se encuentra la bruja mala, identificada con la viuda desaliñada y vieja, representación popular de la fealdad y las artes oscuras cuya función principal era la de causar daños a terceros por envidias, por placer o por aleccionar si su criterio así lo decidía. Con independencia de los motivos, su figura supone un notable pilar social que mantiene en su sitio a aquellos que se exceden o pretenden interferir negativamente en el desarrollo de la convivencia. También como corrector moral, quizá el de mayor contundencia. Si una moza sobrepasaba los límites aceptables del presumir, era fácil que sufriera algún tipo de consecuencia física que le devolviera la humildad.
Ante la inexistencia o lejanía de médicos y veterinarios, los propios habitantes desarrollaban y transmitían habilidades entre sí. El curandero valía para todo, lo mismo te trataba un cordero que te encajaba un hombro dislocado. El aprendizaje heredado partía de la comparación del cuerpo humano con el del resto de animales, véase como ejemplo el cerdo. Resultaba más fácil analizar el organismo y sus características al momento del sacrificio de otros mamíferos que disponer de un cuerpo humano. Imposible pensar en abrir a un semejante para investigar sus entrañas, salvo que no hubiera más opción y la vida del doliente corriera peligro.
Por suerte o por desgracia, la función de este hombre podía resultar un auténtico peligro para el grupo donde ejercía. Algunas ocasiones no prestaba especial atención al bienestar de sus pacientes, ni que decir tampoco de llevar a cabo paliativos del dolor o anestesias según una u otra intervención.
Un agüellamientu resultaba tan dañino como cualquier enfermedad y el antídoto resultaba de una acción, salmo o aspaviento que restablecía el equilibrio personal, familiar o de la cabaña.
Una de esas fórmulas mágicas, realmente eficaces, era el control que ejercía el mal de ojo. Un agüellamientu resultaba tan dañino como cualquier enfermedad y el antídoto resultaba de una acción, salmo o aspaviento que restablecía el equilibrio personal, familiar o de la cabaña.
De entre estos métodos, el de pasar el agua, en una tierra en la que brota por litros en cualquier parte, es un acto tan curioso como bonito. No deja de ser llamativo cómo un elemento tan básico y necesario para la vida se vuelve medicina mediante un ritual aprendido y heredado en el que rezos, oraciones secretas y movimientos se conjugan con un cuerno de ciervo.
Así mismo, otros métodos pueden contribuir a esa curación energética, esta vez mediante el uso del fuego, laurel, aceite y un cordel.
Para los animales también había otros métodos para recomponerlos sin necesidad de pertenecer a una “élite sapiencial”, bastaba entonces el conocimiento popular. La noche de San Juan se sacaba a serenar un plato con sal (J. Suárez López, 2003), la cual quedaba bendecida por la energía de esta notable festividad y cuyo uso consistía en dárselo a la mañana siguiente al ganado.
…quemando laurel bendecido el día de Ramos sobre una sartén que pasaban humeando por encima del afectado, formando cruces en el aire y rezando varios Padrenuestro.
La madre de una amiga mía, con ganadería en Tineo, me contaba hace años que cuando las vacas no daban leche, se empachaban o lo que fuera, atribuían estos hechos a las envidias o agüeyamientos, viéndose en la necesidad de utilizar remedios antiguos para devolver la salud al animal. En este caso quemando laurel bendecido el día de Ramos sobre una sartén que pasaban humeando por encima del afectado, formando cruces en el aire y rezando varios Padrenuestro.
Si existe una piedra con propiedades mágicas por excelencia es el azabache. Les cigües siguen siendo parte fundamental de nuestra tradición y un bonito regalo como elemento protector. Un azabacheru, vecino del pueblo de Villaverde de la Marina, me invitó a su taller hace años para enseñarme como tallaba la piedra y tener el detalle de regalarme una de sus piezas. Me contó entonces que, desde que comenzó a tallarlas, siempre saltaban de sus manos aquellas que estaban destinadas a ser amuletos protectores.
Desde mi imaginario romántico e idealizando, la vestimenta tradicional habría de ser la de la mujer la que mayor protección portase como parte de indiscutible importancia para la sociedad. Pendientes, collares y faltriqueras, adornados todos ellos con coral o azabache convirtiéndose así en elementos protectores de las partes más importantes de una mujer: su inteligencia, su corazón y su vientre. Esto, como digo, non deja de ser una interpretación mía, desconozco si hay una intencionalidad más allá del adorno.
En aclaración al titular de este artículo, fue un amigo del concejo de Onís quien me dio a conocer esta sentencia, hablando de estas cosas de antes (traducción literal: Malos hallados halles), una manera informal de manifestar molestia por las acciones o palabras de otra persona. Una maldición de andar por casa.