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jueves 21, noviembre 2024

La importancia de mirar más allá de nosotros

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Esta es una historia que viví hace unos años, pero que de vez en cuando, la recuerdo por diferentes motivos. Esta vez la trae al presente constatar el número creciente de personas insatisfechas, cuyas vidas están demasiado centradas en sí mismas y muy poco o nada en lo que las rodea. El problema que padecen, en su mayoría, es una situación entremezclada de tedio y vacío, consecuencia de no tener un propósito de vida que se extienda un poco más allá del contorno de su propio cuerpo.

Muchos niños y jóvenes de Kinshasa viven en situación de riesgo y extrema vulnerabilidad.
Muchos niños y jóvenes de Kinshasa viven en situación de riesgo y extrema vulnerabilidad. Foto cedida por Inmacudada González-Carbajal

Sucedió en Kinshasa. Era un sábado por la mañana y estaba en un barrio llamado Rigini con Jacinthe. El día anterior habíamos tenido un encuentro con las mujeres, que se prolongó más de la cuenta y nos quedamos a dormir allí. Aquel día teníamos que ir al centro de la ciudad y debíamos salir temprano para no vernos metidas en uno de esos atascos tan habituales en Kinshasa, que pueden convertir un trayecto de treinta minutos en cuatro horas de viaje. Jacinthe llamó a un taxista y salimos de la casa sobre las ocho de la mañana. Al poco tiempo entramos de lleno en el bullicio de las calles, sorteando vehículos y peatones que cruzaban por donde querían. Era un día de mucho calor, por supuesto, sin aire acondicionado y con ventanillas que no se podían abrir, porque la manilla la tenía el chófer, una práctica habitual en muchos taxis de Kinshasa. Nos metimos en una avenida ancha, con varios carriles y, de pronto, el coche empezó a renquear y a hacer ruido; el conductor lo apartó hacia la derecha y nos dijo que se había quedado sin gasolina. Sin más explicaciones, salió del vehículo, abrió el maletero y sacó un bidón de plástico amarillo; a continuación, se fue y nos dejó allí tiradas, en plena avenida y con un sol de justicia. Lo miré mientras se alejaba y entonces recordé que había visto una gasolinera hacía un rato, pero no me parecía que estuviera cerca, lo que me hacía pensar que, entre ir y volver, podríamos estar allí tiradas un tiempo largo.
Una vez que salió del coche, empecé a protestar en voz alta: “¿Cómo puede ser que no se diera cuenta de que necesitaba gasolina? Y ahora, ¿qué?, ¿a esperar? Así, sin más”. La letanía de protestas fue un poco más larga, pero mi compañera no me hacía ningún caso; así que decidí callar. El tiempo pasaba lentamente y yo tenía mucho calor. No era prudente salir del coche y tampoco podía bajar la ventanilla. Me sudaban los brazos y estaba incómoda. Jacinthe miraba su móvil y estaba tranquila, mientras yo estaba centrada en mi mundo de incomodidad, dándole vueltas en mi cabeza a esas formas de proceder poco previsoras, y aunque no decía nada en voz alta, estaba metida en un soliloquio interno de protestas que retroalimentaban la situación de malestar, agravada por el calor, que subía de intensidad según pasaba el tiempo.

Me sentía egoísta por pensar sólo en mis contrariedades, en un medio en el que miles de personas sobreviven cada día a cantidad de situaciones molestas que yo no podría soportar.

En un momento determinado, decidí mirar al exterior y buscar algo interesante en el mundo que había más allá de la ventanilla tintada en violeta. Tenía que fijar la vista con atención, pero pude distinguir, al otro lado de los bloques de cemento que limitaban la carretera, que había un terreno baldío de arena y lleno de basuras, algo muy habitual en Kinshasa. Entre los montículos de desechos, caminaba una mujer con un bebé en la espalda y removía entre los montones de porquería buscando algo, supongo que alguna cosa que pudiera aprovecharse o que fuera todavía útil, incluso podía estar buscando comida. A poca distancia de ella, había un niño pequeño que, por el tamaño y la forma torpe de caminar, podía tener unos tres o cuatro años; él también removía con su manita el amasijo de arena y basura. Me quedé atrapada en aquella imagen y me preguntaba cómo podía ser el mundo de aquellas personas condenadas a rebuscar entre los desechos algo que pudiera dar alivio a sus vidas. De pronto, el niño encontró algo y corrió hacia su madre muy contento; la llamaba y le gritaba en lingala (la lengua habitual de Kinshasa). Parecía que había encontrado un tesoro y se dirigía hacia ella con la mano extendida, mostrándole a la madre lo que había hallado en medio de aquel basural -yo no podía distinguir lo que era-. La mujer se volvió hacia el pequeño y agarró con su mano lo que él le ofrecía; después, le acarició la cabeza, mientras el niño mostraba con su cuerpo menudo, la alegría de su hallazgo. En ese momento, sentí una ola de emoción dentro de mí: miraba la escena y me sentía partícipe de aquella alegría pequeña en la inmensidad de un espacio lleno de basuras. Dejé de sentir la molestia del calor y del sudor que me caía a chorros por la frente y el cuerpo. Me sentí afortunada por mi vida y, a la vez, poco tolerante con los inconvenientes pasajeros que provocan molestias. Me sentía egoísta por pensar sólo en mis contrariedades, en un medio en el que miles de personas sobreviven cada día a cantidad de situaciones molestas que yo no podría soportar. Agradecí también el silencio de mi compañera, que me llevó a buscar, fuera de mi mundo de incomodidad, otro aliciente para hacer más llevadero aquel tiempo de espera.

Seguí mirando hacia afuera, perdida en aquella madre que continuaba con su búsqueda, con un hijo a la espalda y el otro a su lado, ayudándola a encontrar algo útil o valioso. Me parecía tan injusto lo que estaba viendo que lloré, por las madres y los hijos condenados a vivir permanentemente en una miseria que no han elegido.

Al poco, llegó el conductor con su bidón de gasolina: la echó en el depósito y seguimos viaje, y mientras el coche me alejaba de aquel lugar, yo seguía con el corazón atrapado en aquella escena de la alegría de un niño, que es capaz de encontrar un tesoro en medio de la nada.

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