“Si quieres ser rico, no te afanes en aumentar tus bienes sino en disminuir tu codicia”
(Epicuro de Samos)
Llámase avaricia al deseo desmesurado de acumular riquezas sin compartirlas y, según algunos, es el pecado capital que más almas condena.
Todos somos testigos de gente que sorprende por su avaricia y su tacañería, pero lo “más de lo más” en estos lances y que figura, por ello, en el libro de los Guinness es el caso de Hetty Green, apodada “La bruja de Wall Street”. Fue una empresaria norteamericana que nació en el seno de una familia acaudalada. Trabajó en el sector de la inmobiliaria, ferrocarriles y préstamos. Se casó con un hombre rico y vivió un tiempo en Inglaterra donde nacieron sus dos hijos.
Cuando su marido se arruinó se separó de él, pero retomó la convivencia cuando enfermó de corazón. Asumió el deber de cuidarle y hacer las funciones de enfermera, pero su marido falleció pocos meses después. Desde entonces vivió en humildes habitaciones de humildes hoteles.
Cuando su hijo tuvo un accidente y su rodilla estaba lesionada lo llevó a una clínica de caridad a fin de no pagar nada por la consulta pero el médico la reconoció e intentó cobrarle; por supuesto no pagó y no volvió a realizar tratamiento por lo que la pierna del niño se gangrenó y hubo de ser amputada por falta de una intervención eficaz.
Llámase avaricia al deseo desmesurado de acumular riquezas sin compartirlas y, según algunos, es el pecado capital que más almas condena.
Nunca disfrutó de una oficina, las gestiones que debía hacer las realizaba en el banco donde tenían dinero así que debían de admitirla porque, de lo contrario, retiraría su dinero. Comía y vestía como si fuera un mendigo, usaba la misma prenda hasta que se rompía, no lavaba el vestido más que por la parte donde rozaba con el suelo, quería ahorrar jabón y el desgaste de la tela.
A los 81 años sufrió una apoplejía, fruto de un derrame cerebral, su hijo contrató a unas enfermeras, pero debían de vestir pobremente porque debía creer que no cobraban por su trabajo, sino que venían de una clínica de caridad. Más tarde sufrió una hernia que debía ser operada, se negó a ello por el coste de la intervención. Terminó sus días postrada en una silla de ruedas.
Cuando falleció, en el año 1916, quienes la encontraron pensaban que era una indigente por su vestido, por su habitación y porque sus vecinos relataron que les pedía comida.
Finalmente, su hijo despilfarró lo que le correspondió y su hija lo donó a causas sociales.
Lo que ahorró, alguien lo gastó y lo disfrutó. Fue un ahorro útil para algunos.
Pero como dice el “Avaro” de Molière: “Soy dueño de ser dueño de lo que tengo”.
Hetty Green, apodada “La bruja de Wall Street”, comía y vestía como si fuera un mendigo, usaba la misma prenda hasta que se rompía, no lavaba el vestido más que por la parte donde rozaba con el suelo, quería ahorrar jabón y el desgaste de la tela.
Otro caso que no se queda atrás es el de los Hermanos Collyer, también estadounidenses y también nacidos en el seno de una acaudalada familia. Su padre era médico y su madre cantante de ópera. Recibieron una sólida formación, uno de ellos era ingeniero y el otro abogado, pero se dedicaron escasamente a sus profesiones ya que vivían del patrimonio heredado y del cuidado de sus recursos.
Vivían en Nueva York, en una zona privilegiada, un lugar donde vivían blancos ricos. Con el paso del tiempo, muchos de los que allí residían se fueron mudando a otros lugares más lujosos y la zona fue siendo habitada por negros y blancos de menos estatus. Por ello comenzaron a salir menos, a tapiar las ventanas y a poner “cepos“ dentro de la vivienda por si alguien entraba.
A partir de esas conductas, las manías y el miedo les fueron encarcelando. Dieron de baja el teléfono porque creían que les cobraban llamadas que no hacían y en el año 1928 les cortaron la electricidad y el gas. Cuando uno de los hermanos, Homer, perdió la visión debido a un derrame cerebral, su hermano Langley tras las consultas que consideró pertinentes con el médico, tomó la decisión de no seguir asistiendo a las mismas ya que su padre tenía miles de volúmenes de medicina y, por ello, estaban en disposición de atenderse a sí mismos. Sometió a su hermano a una dieta estricta: 100 naranjas a la semana, pan integral, mantequilla de cacahuete y descanso para los ojos, lo que significaba permanecer con los ojos cerrados a todas horas.
En el año 1947, la policía encontró en su domicilio los dos cadáveres de los Hermanos Collyer sepultados entre toneladas de pertenencias, algunas muy curiosas como diez pianos de cola, miles de discos, cientos de periódicos, cinco violines, bicicletas, rifles…
Pero Langley no solo se ocupó de revisar la dieta de su hermano, sino que compraba todos los días el periódico con la finalidad de que su hermano pudiera ponerse “al día” una vez que recuperara la visión.
Pero entre “tanto y tanto” Langley cayó en una de las trampas que había hecho para los ladrones y quedó atrapado entre miles de objetos, tal como estaba dispuesto para atrapar al ladrón que entrara en su casa. Su hermano ciego no pudo salvarlo.
Alertados por los vecinos la policía entró en el domicilio en el año 1947 encontrándose con dos cadáveres sepultados entre toneladas de pertenencias, algunas muy curiosas como diez pianos de cola, miles de discos, cientos de periódicos, cinco violines, bicicletas, rifles…
Murieron entre toneladas de basura. Unas cuarenta personas reclamaron parte de la herencia, pero se desconoce el paradero de la misma.
Una historia más de avaros donde la tacañería, la avaricia, la acumulación de bienes y el dinero no les condujo más que a una muerte dramática.
Razón tienen aquellos que sostienen, tal como dije al principio, que la avaricia es el pecado capital que más almas condena.
No caigamos en esa trampa.
Siempre aportando para la reflexión y el.conocimiento. Mis felicitaciones por cada articulo que nos enriquece e interpela en muchos de ellos como individuos y como sociedad . 💖👏👏👏👏⚘