En una sociedad organizada, en buena medida, sobre la base de la actividad productiva y las circunstancias materiales de los individuos y colectivos que la integran, parece natural que la coyuntura de crisis económica invada la totalidad de espacios de debate público, centre la actividad institucional, y se filtre, hasta rebosar, en la esfera particular.
A prácticamente nadie le resultan ajenas las dificultades y, en no pocos casos, éstas alcanzan un grado de intensidad tal que ponen en riesgo o malogran proyectos personales y familiares de futuro. Por eso el reconocimiento de la situación de crisis se convierte en persistente inquietud que trastoca las percepciones de la sociedad que la padece y provoca modificaciones que alcanzan tanto a lo individual como a lo colectivo, más allá de lo puramente material, afectando a la escala de valores compartidos.
Precisamente en esta tesitura, en la que ahora se maldice el exceso de riesgo y recobran apego bienes (aparentemente menos apremiantes en época de bonanza) como la previsión, la seguridad y la protección frente a las adversidades, resulta paradójico que, pese al contexto de apuro, en lugar de alentar el reforzamiento de los sistemas sociales dirigidos a proveer tales bienes para una mayoría, los focos de influencia más decisivos promueven una corriente de repliegue y desconfianza hacia lo público, sometido –antes que nada- a un inmediato, repetido y sistemático cuestionamiento, como si cada uno pudiese alcanzar esos objetivos por sí mismo, saliendo del trance sin que el derrotero colectivo le fuese a afectar.Máxime en tiempos de crisis, la preservación de los servicios públicos es el objetivo prioritario, con los ajustes y la mejora de eficiencia que sea menester.
A este escenario se suma la resaca de un periodo previo, en el que una cierta falta de conciencia sobre el importante esfuerzo que significa edificar y mantener el edificio del Estado Social situó al ciudadano, más que en esta posición, principalmente en el lugar de usuario de servicios y prestaciones, como cliente dotado de permanente capacidad de exigencia, sin tener que reparar demasiado en el fundamento, limitaciones y costes del sistema. Es cierto que una extendida tendencia de la dinámica política vigente hasta la irrupción de la crisis abonaba esta espiral: la excesiva afición a la carrera de promesas o la menor resistencia a peticiones concretas no siempre suficientemente justificadas pero que requieren importantes desembolsos, generaron la sensación de que una negativa de hoy ante una reclamación sectorial o territorial se convertiría a corto plazo en una concesión, al menos parcial, en un camino hacia lo que, por resumirlo burdamente, se concretaría en la consigna “todo, gratis y ahora”. Si durante un tiempo prolongado se explicó deficientemente el coste de cada decisión y sus repercusiones, que ahora no se valoren en su justo término las políticas públicas, empezando por todas las que permiten la satisfacción de los derechos sociales más básicos, quizá tenga que ver con la artificial sensación -profundamente equivocada- de que son sencillas de ejecutar y están aseguradas de antemano.
En Asturias no somos, ni mucho menos, ajenos a este devenir, porque de la principal conquista de la política autonómica, que es la consecución de unos servicios públicos de calidad y bien valorados, no puede derivarse la sensación equivocada de que su ampliación es lineal, cuestión de mera inercia que admite toda clase de continuas reclamaciones puntuales, ajenas al contexto global en el que se producen, incluso cuando arrecia el temporal. Al contrario, y máxime en tiempo de crisis, su mera preservación es el objetivo prioritario –de por sí ambicioso-, con los ajustes y la mejora de eficiencia que sea menester, pero, sobre todo, recogiendo el respaldo y compromiso social necesario para sostener, sufragar y mantener los servicios públicos alejados de los vaivenes del mercado, reconociendo en ellos el valioso resultado de un esfuerzo común que nos identifica y dignifica como sociedad.