Si algo nos enseña esta crisis económica es que la desbordante sucesión de acontecimientos, cuyas consecuencias se multiplican en nuestro entorno más directo aunque procedan de orígenes aparentemente lejanos, requiere mecanismos de reacción rápidos, pero que, ante todo, tengan fundamentos robustos y verdadera capacidad de respuesta.
El notable descrédito de los poderes públicos en los países que están padeciendo de forma más severa los efectos de la crisis tiene uno de sus motivos en la extendida inquietud que genera un sistema institucional que afronta serias dificultades para encontrar instrumentos, potestades y procedimientos de decisión que permitan proyectar a la ciudadanía la sensación de que, ante las contrariedades, hay formas efectivas de contestación en defensa del interés general. La ya corriente estampa de gobernantes sobrepasados por las circunstancias y la constatación de que los centros de poder democrático están desprovistos de sustanciales facultades de actuación, alimentan la incertidumbre que de por sí ha creado la propia marejada económica.
La paradoja es que las causas de la situación actual, sin embargo, no están tanto en el ámbito institucional y en el de la Administración, como en el de las conductas de los actores económicos y el devenir connatural del mercado, cuando no ha encontrado limitaciones proporcionales ni resistencias sólidas a su deriva. En la gestación de la crisis pueden achacarse a los poderes públicos, por lo general, responsabilidades por omisión, esto es, por haber desistido de ciertas opciones razonables de regulación e intervención que, quizá, hubieran permitido detectar y atajar con anterioridad las Las causas de la situación actual no están tanto en el ámbito institucional y en el de la Administración, como en el de las conductas de los actores económicos y el devenir connatural del mercado.causas más profundas de la actual coyuntura. Pero, más allá de formar parte de una misma realidad que se retroalimenta, difícilmente podrán imputárseles, de forma automática, las actitudes que han generado el magma socioeconómico sobre el que se edifica esta crisis: la propagación de una cultura de endeudamiento privado en la búsqueda de bienes materiales, la escasa ambición innovadora en algunos sectores empresariales acostumbrados al beneficio fácil, el menosprecio de la constancia y la prudencia en favor de la inmediatez y el efectismo, la pleitesía al enriquecimiento por encima de los necesarios controles y, como corolario, el desprestigio de lo colectivo y la erosión de los sistemas de redistribución y justicia social. Ahora, en la articulación de políticas dirigidas a superar la crisis, los poderes públicos se encuentran con que sus posibilidades efectivas de invertir ciclos económicos y actuar sobre la realidad resultan mucho menores de lo que la opinión pública se imaginaba o –casi inocentemente- esperaba. El consiguiente reproche que proviene de perspectivas interesadas es doble y, en parte, doblemente parcial, resumido toscamente en una simplona pero divulgada idea, no precisamente inocua: la culpa de la crisis las tienen los gobiernos y la actuación del sector público y, a la par, la culpa de que la crisis se prolongue es también de lo público y, en consecuencia, de sus gestores.
Claro que es perfectamente legítima –y necesaria- la exigencia de cuentas a todos los gobernantes y la revisión, en lo que haga falta, de la actuación de los poderes públicos en su conjunto; no deja de encontrarse esta lógica en la razón de ser del sistema democrático y en la mejor expresión de sus virtudes. Además, en muchos casos no parece precisamente infundado recriminar falta de anticipación o de liderazgo –en el buen sentido del término-; véase el desconcierto de los líderes europeos como ejemplo paradigmático. Pero, por otro lado, cuando la totalidad de la carga se centra casi en exclusiva en este aspecto, como viene sucediendo en los últimos meses, quien alienta este proceso de forma más o menos intencionada consigue que, prácticamente, se obvie otro aspecto que, hoy por hoy, es tan o más determinante, como es el control, regulación y encauzamiento de los intereses económicos privados y sus dinámicas. Cuando a la vida de los ciudadanos afectan profundamente –a veces más que las decisiones de los Estados avanzados- las decisiones de deslocalización de una multinacional, las operaciones especulativas sobre productos financieros derivados que ponen en riesgo la economía real, o las artimañas de las rentas altas para evadir impuestos a través de paraísos fiscales que hacen peligrar presupuestos estatales, ¿tiene sentido dirigir la mirada solamente hacia gobiernos y parlamentos exigiendo responsabilidades, dejando totalmente fuera del foco a nuevos poderes privados que poseen enorme capacidad de influencia? El control democrático, articulado a través de procedimientos e instituciones, estructurado mediante la formación de una sociedad civil activa y de una opinión pública libre, o es capaz de extender su pretensión orientadora y fiscalizadora también a los grandes actores privados cuya actuación incide en el conjunto, o quedará reducido a la parcial incidencia sobre un espacio de poder –el público- cuyas opciones reales de actuación son cada vez más reducidas ante intereses privados de dominio ascendente.