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domingo 24, noviembre 2024

El Dr. Bellows ataca de nuevo

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Uno de los debates recurrentes en los últimos meses entre economistas, responsables públicos y agentes sociales es el relativo a la posibilidad de vincular las fluctuaciones de los salarios de los trabajadores a la evolución de la productividad y no al comportamiento de la inflación reflejada en el Índice de Precios al Consumo.
La controversia no puede quedar sólo reservada a dirigentes o académicos, porque afecta a un aspecto fundamental de las relaciones laborales –y por tanto de los fundamentos de la justicia social- como es la contraprestación principal que recibe el trabajador por su aportación en el proceso productivo. Se trata de un punto de discusión en el que toda decisión que se adopte tendrá repercusiones determinantes para la mayoría social que dispone de su capacidad de trabajo como fuente de su sustento, que aspira legítimamente a remuneraciones equitativas y a que su empleo le reporte satisfacciones e incentivos más allá de lo estrictamente económico (sentimiento de realización, inquietud intelectual, posibilidad de contribuir a logros colectivos, etc.), para lo que requiere, como condición necesaria, encontrarse suficientemente reconocido y retribuido por su trabajo.

Cuando se agita el mantra de la productividad, hay que poner algunas cosas en su sitio y recelar de las posiciones interesadas de algunos que, detrás del eslogan, pretenden poner el énfasis no en la mejora global del proceso productivo, sino meramente en la reducción de costes salariales.

Cuando esta disputa se produce en el ámbito europeo y la llevamos a la realidad de nuestro país, con posiciones encontradas entre quienes han opinado al respecto, en el escenario de partida algunos datos son, efectivamente, llamativos. Uno de los puntos débiles de la economía española es, a decir de todos, la baja productividad, lo que, aplicado a la actividad laboral, tiene su reflejo en que el rendimiento que se extrae a las horas trabajadas es menor del deseable. Lo que no significa que no se trabaje mucho, a juzgar por los datos de 2010 de la OCDE, que aluden a una media de 1775 horas por trabajador en España, frente a las 1413 horas de Holanda (-25,6%), las 1432 de Alemania (-23,9%), las 1559 de Francia (-13,8%) o las 1607 en Reino Unido (-10,4%). A la par, existe cierto consenso al diagnosticar los problemas más relevantes en esta cuestión: desde la dependencia de sectores en los que a la productividad se le otorga menos importancia, al retraso en la incorporación de la tecnología en la actividad, pasando por dificultades en la formación o por la persistencia de sistemas jerarquizados en la organización empresarial con aversión a la innovación. De este modo, a la hora de repartir responsabilidades, si de eso se trata, inciden más en las deficiencias de productividad las características de las estructuras productivas y los defectos de la cultura empresarial arraigada en España que las carencias con las que el trabajador desempeña su función. Máxime en estos tiempos en los que, en un contexto de alto desempleo, lo que vemos a nuestro alrededor son trabajadores predispuestos al mayor esfuerzo, conscientes de la necesidad de mejorar sus conocimientos y habilidades, e incluso resignados a sacrificar parte de sus derechos laborales, renunciando a veces a lo que en justicia les pertenece.
Por eso, cuando se agita el mantra de la productividad, hay que poner algunas cosas en su sitio y recelar de las posiciones interesadas de algunos que, detrás del eslogan, pretenden poner el énfasis no en la mejora global del proceso productivo, sino meramente en la reducción de costes salariales y en disminuir –más aún- el peso de las rentas del trabajo en la riqueza nacional. No hay que olvidar que este planteamiento se hace precisamente en un momento en el que apretar la misma tuerca –la del trabajador- se ha convertido en la socorrida respuesta, de eficacia cuando menos discutible: ya estamos en una dinámica de contención o incluso disminución salarial; aún así se padecen tensiones inflacionistas, con lo que comporta para la pérdida de poder adquisitivo si los salarios no aumentan; se ha puesto encima de la mesa la reforma de la negociación colectiva, precisamente para tratar de flexibilizar las cláusulas de revisión salarial; y ahora se plantea ligar la evolución de la remuneración de los trabajadores a un parámetro, el de la productividad, de difícil determinación cuando bajamos al ámbito más concreto, y en el que, además, influyen más otros factores por lo general fuera del alcance del propio trabajador.
Si recuerdan la sugestiva y conmovedora película “Tiempos Modernos” de Chaplin, tendrán en mente la máquina de comer –con sus divertidas y desastrosas consecuencias- con la que se pretendía ahorrar el descanso del almuerzo mientras el operario podía seguir con su mecánica rutina. Todo ello en aras de la sacrosanta competitividad. Se diría que algunos, antes de escudriñar los factores que de verdad lastran los índices de productividad de nuestra economía, parece que, entre otras perversiones, sueñan con el artilugio del estrafalario Bellows como solución a todos los males.

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