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domingo 24, noviembre 2024

Algunas dudas razonables

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Pilar Manjón, Presidenta de la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo ha vuelto a dar una lección de temple y responsabilidad al tachar la muerte de Osama Bin Laden de ejecución extrajudicial, rechazar que con ésta se haga justicia y alegar que lo oportuno hubiera sido su enjuiciamiento por sus crímenes.
Sus palabras surgen con la legitimidad que le otorga su cometido de representación de las víctimas del principal atentado perpetrado por el terrorismo islamista en Europa, dando muestras de la sobrada autoridad moral cuyo reconocimiento social se ha ganado.
No obstante, su opinión parece minoritaria si se contrasta con una buena parte de las expresadas en las últimas semanas, incluidas las de los gobernantes de muchos países, que han justificado o no han mostrado objeciones de alcance a la operación desarrollada el 2 de mayo por un cuerpo de élite del ejército de EEUU, finalizada con la muerte de cinco personas, una de ellas el líder de Al Qaeda. Efectivamente, de forma inmediata a la difusión de la intervención se desató un torrente de celebraciones y parabienes, saludando el final de Bin Laden como buscando y considerando admisible que las fuerzas armadas de EEUU hubiesen llevado a cabo tal acción. Detrás ha venido la construcción teórica para dotar de justificación a la operación, sosteniéndola en la defensa propia de un país atacado el 11-S, en la existencia de acuerdos más o menos secretos con Pakistán que permitían la incursión militar sobre su territorio, en la condición de Bin Laden de dirigente terrorista en activo o, directamente, calificando su muerte, aún en las confusas circunstancias en que se produjo (incluyendo el lanzamiento de su cadáver al mar), como merecida retribución a su historial.

Lo que sorprende y preocupa en este caso es, sin embargo, que los que expresamos severas reticencias a dar patente de corso a los Estados para articular esta clase de respuestas estamos claramente en una posición marginal (y no sólo en EE.UU.).

Pese a las deficientes explicaciones facilitadas, que permiten preguntarse abiertamente si no hubo otra alternativa a matar a Bin Laden, al inicial respaldo a la operación le ha seguido una segunda avalancha, verdaderamente inquietante, de argumentos dirigidos prácticamente a hacer reventar los límites de la actuación en la respuesta contraterrorista. Por un lado, se ha atribuido a la muerte de Bin Laden, aún en el modo en que se produjo, la capacidad reparadora para las víctimas de los atentados terroristas, lo que, además de ser muy discutible –a la afirmación de Pilar Manjón me remito- significa elevar su final al rango de acto catártico, minusvalorando a la par el papel de la justicia democrática, ajustada a las leyes y a los procedimientos. Por otro lado, se ha puesto directamente en cuestión la necesidad de que los Estados y sus fuerzas armadas y de seguridad estén sujetos a las prescripciones del derecho internacional y a los patrones de protección de los derechos humanos; no olvidemos que a estos conflictos de nuestra era, en los que confrontan Estados y grupos terroristas internacionales, también deben aplicarse principios básicos, entre los que difícilmente puede caber la ejecución extrajudicial ante la que parece que nos encontramos (y que tampoco es admisible en el derecho internacional humanitario aplicable a las situaciones de conflicto armado, siendo algo sustancialmente diferente al abatimiento de un combatiente en acción de guerra). Finalmente, el interesado argumento de que para detectar el paradero de Bin Laden resultaron útiles las informaciones obtenidas bajo las -eufemísticamente llamadas- prácticas de interrogatorio intensificadas llevadas a cabo en centros de detención como el de Guantánamo, persigue justificar estas técnicas (incluido el llamado waterboarding o asfixia simulada), relativizar la consideración sobre la tortura y dar amparo a todo un sistema de detención indefinida sin pruebas ni juicio, ajeno a todo control fiable y al margen de toda legalidad internacional. Tras la primera sacudida que supuso la operación, la oleada que trae consigo tiene el inequívoco aroma de la ideología belicista y agresiva asociada a la “guerra contra el terrorismo” que ha deparado enormes estragos en nombre de la lucha contra este mal.
Claro que un hecho de la naturaleza de los macroatentados terroristas abre una dimensión vertiginosa sobre la que cualquier persona mínimamente reflexiva albergará disyuntivas éticas sobre las reacciones a adoptar. Lo que sorprende y preocupa en este caso es, sin embargo, que los que expresamos severas reticencias a dar patente de corso a los Estados para articular esta clase de respuestas estamos claramente en una posición marginal (y no sólo en EEUU). Parece que pocos recuerdan que la Resolución 1368 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aprobada inmediatamente después del 11-S, recogía el mandato “a todos los Estados a que colaboren con urgencia para someter a la acción de la justicia a los autores, organizadores y patrocinadores de estos ataques”. Nada que ver el llamamiento a la acción de la justicia con el consentimiento para tomarse la justicia por su mano.

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