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martes 16, abril 2024

El suicidio de la clase media

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Es un lugar común la teoría de que la existencia de una clase media sólida y numerosa contribuye a la estabilidad social y a la moderación política.
La frase, tan del gusto conservador y habitualmente repetida, no deja de ser una verdad a medias, empezando por la utilización de un término ambiguo como el de “clase media”, basado sólo en la capacidad de disponer de cierto nivel de renta o riqueza –sin escrutar su origen- y categoría en el que casi todos se encuadran a sí mismos, unos pocos por falsa modestia y otros muchos para no considerarse –por contraposición, dadas las connotaciones- clase baja. Además, conviene constatar que no siempre las posiciones del sector al que así se etiqueta tienden a la centralidad y que, por otra parte, la supuesta reticencia a los cambios intensos no es necesariamente positiva en toda circunstancia.
No obstante, si concedemos una parte de razón a la premisa que atribuye a la llamada clase media una particular prudencia y a su predominancia un efecto vertebrador, algunas de las tendencias sociales ascendentes en los últimos tiempos y que se reflejan en las posiciones políticas mayoritarias en su seno merecerían un análisis profundo sobre su origen y sobre el contraproducente efecto que tienen para muchas de las personas encuadradas en este sector. Ya antes de estos años de crisis económica muchos de los que cuentan o contaban con un trabajo y cuyas aspiraciones se alineaban con la aurea mediocritas del bienestar material medio, ni siquiera podían alcanzarlo o mantenerse en él sin acudir al letal sobreendeudamiento. Más aún, como resultado de la precariedad laboral y del incremento del coste de algunos bienes y servicios primordiales, algunas personas se encontraban con riesgos económicos y sociales serios incluso teniendo trabajo, además de hallarse con la frustración de sentir bien lejos El Dorado del deseado hiperconsumismo. Ni qué decir tiene que la crisis económica en curso ha agravado esta dinámica, primero porque son muchos menos los que tienen un empleo; segundo, porque muchos de los que lo tienen ven ahora como un objetivo razonable el mileurismo antes denostado; y tercero, porque, pese a alguna reflexión aislada sobre los artificios del materialismo, inevitablemente el patrón que sigue imperando es el que equipara la realización humana con el sueño de tener casa, coche y toda suerte de gadgets tecnológicos.

Es curioso que una parte muy significativa de las clases medias, arrastradas por las corrientes dominantes, se estén dejando convencer de que no va con ellas la defensa de los servicios públicos, la reclamación de una fiscalidad progresiva o la existencia de poderes estatales con alguna posibilidad de intervención sustancial en la realidad económica.

Así las cosas, es curioso que una parte muy significativa de las clases medias, arrastradas por las corrientes dominantes, se estén dejando convencer de que no va con ellas la defensa de los servicios públicos, la reclamación de una fiscalidad progresiva o la existencia de poderes estatales con alguna posibilidad de intervención sustancial en la realidad económica. Mientras muchas personas que se consideran en el estrato medio de la sociedad empiezan a tener dificultades graves para mantener su actual nivel, a la vez saludan los planteamientos en boga dirigidos a arrinconar lo público y a sacar de toda agenda política asuntos elementales como la redistribución de la riqueza. Como si contar con un sistema educativo, sanitario y de servicios sociales con un estándar de calidad solvente y que no queden arrinconados a un papel subsidiario (reservado para quien no pueda proveerse de estos bienes en el mercado) no resultase de interés capital para la clase media llamada a beneficiarse de ellos. Como si fuese inocuo para sus bolsillos y para sus proyectos vitales tender a un futuro en el que garantizar la formación, la salud o la protección exija multiplicar gastos que en muchos casos esos mismos ciudadanos con un nivel económico medio no podrán sufragar. Como si tragarse una doctrina contraria a una fiscalidad más justa (véanse algunas reacciones recientes a la recuperación práctica del Impuesto sobre el Patrimonio) no significase a la larga un perjuicio para su propia posición, si el sistema tributario sigue cargando las espaldas en las rentas del trabajo y en los impuestos indirectos.
Estos tiempos de crisis nos deparan numerosas paradojas que no son precisamente inocentes casualidades. Porque en toda crisis, con su correlato político, hay ganadores y perdedores. Y en ocasiones estos últimos ponen las cosas más fáciles para resultar damnificados.

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