Hace apenas unos años era inimaginable que los responsables de los gobiernos europeos se viesen movidos a celebrar cada poco tiempo reuniones urgentes e ininterrumpidas –casi sesiones permanentes- con la perentoria necesidad de llegar a acuerdos de calado durante el fin de semana, antes de que los mercados de deuda pública y de valores retomasen las transacciones al lunes siguiente.
Ahora ya nos hemos acostumbrado a la penosa repetición de encuentros del Consejo Europeo que se anuncian como el partido del siglo, previo aquelarre mediático que sitúa en el filo a la Unión y a sus ciudadanos en la estupefacción que provocan tantas dosis de dramatismo.
Nadie duda de la gravedad de la situación económica y seguramente es inevitable combinar la parafernalia institucional comunitaria -con su enésima foto de familia incluida- con la respuesta a los problemas impostergables, aunque se pueblen de ojeras los rostros de los mandatarios. Pero me permito dudar si no hay un punto de teatralidad y desasosiego evitable, que contribuye a poner las cosas más difíciles y a convertir a los europeos en espectadores divididos a partes iguales entre la incredulidad y la fatiga. Tampoco vamos a pedir que sigan el ejemplo del flemático Churchill, capaz de dormir la siesta bajo los bombardeos mientras afrontaba los días más difíciles de la II Guerra Mundial –y de ganarla, claro-, pero parece evidente que una mayor dosis de serenidad y compostura les falta a la mayoría.
Nadie duda de la gravedad de la situación económica y seguramente es inevitable combinar la parafernalia institucional comunitaria -con su enésima foto de familia incluida- con la respuesta a los problemas impostergables, aunque se pueblen de ojeras los rostros de los mandatarios.
Vivimos tiempos propicios para la cultura política y mediática de lo instantáneo y de la exageración. Tanto que ya no nos impresiona que, por poner dos ejemplos provenientes de la muy calmada Alemania, el Comisario Europeo de la Energía, de nombre Günter Öttinger, hable de “Apocalipsis” para referirse a la crisis subsiguiente al accidente nuclear de Fukushima o que Angela Merkel anuncie que Europa soporta su momento más crítico en los últimos 60 años. En el caso del Comisario, si la palabra se utiliza seriamente para otros cometidos habrá que preguntarse cómo referirse entonces al “verdadero” Apocalipsis, por ejemplo al desprovisto de efectismo pero enormemente turbador que nos muestra Lars von Trier en Melancholia. Cree Öttinger que no somos capaces de advertir la gravedad de lo ocurrido en la central nuclear japonesa y de los peligros de la energía nuclear si no emplea términos más ponderados? En el caso de la todopoderosa canciller, sus calificativos superlativos vienen acompañados de otras muchas sentencias de similar carácter procedente de otras fuentes. La pérdida del impacto que tal afirmación debería tener proviene, indudablemente, de la repetición: en estos meses recientes nos lo dicen casi a diario. Sin embargo nuestro sentido común –que quizá yerre-, no deja de recordarnos que circunstancias aparentemente más graves han ocurrido en ese periodo que Merkel toma de referencia ¿Es más crucial esta etapa que los días de la construcción del Muro de Berlín? ¿Que los meses previos y posteriores a su caída? ¿Que los momentos en que Europa era tablero de la Guerra Fría o muchos de sus países se veían envueltos en absurdas guerras coloniales? ¿Más grave que la crisis de la IV República Francesa en 1958? ¿Que la etapa en el que el terrorismo político golpeaba en la República Federal Alemana o en Italia, con el cuerpo de Aldo Moro hallado en el maletero de un coche? ¿Que la época en que la buena parte de la Europa Mediterránea, España incluida, soportaba dictaduras militares o regímenes autoritarios?
¿No será que la escalada de tensiones azuzada por el zarandeo mediático mueve a perder la mesura en las valoraciones que hacemos, conduciéndonos a la simplificación y al sensacionalismo? Si es así, esa actitud sólo contribuye irremediablemente a empeorar las cosas y, peor aún, a las profecías autocumplidas.