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viernes 19, abril 2024

Mirada torva

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La aportación más conocida del Estado de Bután a la teoría política y la macroeconomía es el concepto de Felicidad Nacional Bruta, como indicador y directriz de las políticas públicas desarrolladas en el pequeño reino del Himalaya.

El planteamiento se resume, básicamente, en concebir la realización individual de los ciudadanos y el avance colectivo como pueblo no sólo en términos estrictamente materiales y cuantitativos, sujetos a baremos con los que ya estamos comúnmente familiarizados (renta per cápita, producto interior bruto, etc.), sino poniendo mayor énfasis en otros valores de difícil o imposible determinación numérica, pero que son intuitivamente identificables y generalmente compartidos como fuente de satisfacción: la tranquilidad, el bagaje cultural, la armonía con el entorno, el disfrute de un ambiente sano y pacífico, etc. La originalidad de la FNB, que la hace atractiva a nuestros cansados ojos occidentales, es su raíz filosófica, que va más allá de conceptos ya amplios pero quizá insuficientes, como el Índice de Desarrollo Humano, que es el que maneja el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y que toma en cuenta parámetros como la salud o la educación. La FNB como causa nacional viene a ser, por otra parte, una versión orientalizada del anhelo ilustrado que en nuestra Constitución de Cádiz se reflejaba en su bienintencionado artículo 13, aquel que decía que “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los ciudadanos que la componen”. El reverso de la innovación butanesa, por otra parte, es que la noción de FNB fue acuñada como forma de diferenciarse (¿y justificarse?) en tiempos recientes en los que su sistema político no dejaba de ser el propio de una monarquía absoluta medieval, hoy en afortunado proceso de democratización; y que, por muy amplia que sea la concepción de evolución social que se establezca y por mucho que la descripción de lo que entendemos por progreso pretenda elevarse sobre lo estrictamente material, éste aspecto pesa inevitablemente, sobre todo cuando las estrecheces se convierten en fuertes impedimentos para alcanzar esa deseada dicha.

En los últimos años millones de personas, en España y en los países de nuestro entorno, despiertan abruptamente a una realidad en la que predominan la incertidumbre y la precariedad y en la que las ensoñaciones de riqueza material, estabilidad y seguridad se están esfumando en un chasquido de dedos.

Me temo que en España será difícil sustituir la carrera por la supervivencia económica en la que estamos metidos por aspiraciones más trascendentales, sobre todo porque ya antes de esta crisis que se nos hace eterna estábamos metidos hasta las cachas en la trampa de un sistema que, a poco que nos dejemos llevar, nos convierte en sujetos unidemensionales, a veces apenas productores y consumidores. Claro que no resulta ajena a nuestra reflexión ninguna disquisición sobre la felicidad y que entre los ciudadanos ordinarios quien más quien menos se ha planteado alguna vez cambiar radicalmente de objetivos vitales, trastocando los inducidos que hasta entonces damos por asumidos. Pero la inercia que nos empuja por el cauce establecido no se vence fácilmente.
El acontecimiento trascendental de nuestro tiempo es que esa corriente más o menos apacible en la que acríticamente flotábamos se ha convertido rápidamente en un torrente de aguas bravas y gélidas. En los últimos años millones de personas, en España y en los países de nuestro entorno, despiertan abruptamente a una realidad en la que predominan la incertidumbre y la precariedad y en la que las ensoñaciones de riqueza material, estabilidad y seguridad se están esfumando en un chasquido de dedos, al tiempo que las limitadas –en todos los sentidos- aspiraciones de las llamadas clases medias se convierten en amargos y monstruosos desengaños. La decepción consiguiente y la sensación de fracaso es enorme, pero de ella aún no ha surgido un cuestionamiento radical del modo en que organizamos nuestra economía, política y sociedad. Por el momento, la consecuencia del desencanto masivo se limita a la extendida y desagradable mezcla de queja improductiva y superficial, la irritación cada vez más desesperada y la mala leche terriblemente contagiosa que predomina en un ambiente cada vez más tormentoso.

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