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lunes 25, noviembre 2024

Vuelta de tuerca

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La crisis nos demuestra, entre otras muchas amargas enseñanzas, que es más fácil de lo que pensábamos poner en cuestión todos los consensos sobre los que se edificaba nuestro modelo social y político, blandiendo la necesidad de adoptar medidas que se presentan como obligatorias, sin elección posible.
Esta actitud, extendida entre los gobiernos europeos y en algunos –caso del español- referencia de cabecera de su discurso habitual, incrementa esta permanente sensación de claudicación de los gobernantes y de ausencia de alternativas, agranda la frustración de la población y genera un efecto terriblemente disolvente por la consecuente pérdida de confianza en el sistema de representación. A ojos de la mayoría, de nada parece servir construir un modo de organizar el poder político, de establecer la administración y la distribución territorial de dicho poder o enunciar principios y valores a los que colectivamente se dice aspirar, si a la hora de la verdad todas las palabras dichas pueden ser sustituidas de la noche a la mañana por dictados que, se reconocen, son impuestos a quienes han sido elegidos para representarnos. La mayoría social se ve, de este modo, arrojada sin defensa posible contra un muro de fatalidades que se nos ofrecen como inevitables, sin facultad de influir en acontecimientos de los que somos meros sujetos pacientes. Todo concepto de ciudadanía se desdibuja hasta la caricatura cuando no hay disyuntiva posible, cuando el debate no puede conducir a la formulación de otros proyectos diferentes y sólo resta prepararse para deglutir las medidas que, según el pensamiento hegemónico, hay que tomar para sobrevivir.

Con este caldo de cultivo, paradójicamente, es aún más asequible plantear nuevas medidas de destrucción de derechos sociales y de empobrecimiento del sistema democrático hasta hace poco ni siquiera esbozadas en los centros de pensamiento neocon más recalcitrantes.

Esta tendencia se agrava con una rapidez insospechada y, a la par, se transgreden límites que parecían infranqueables hace apenas unos meses. Así que el elemento nuevo, que empieza a predominar junto con la inquietud y el malestar, es la desesperanza. Con este caldo de cultivo, paradójicamente, es aún más asequible plantear nuevas medidas de destrucción de derechos sociales y de empobrecimiento del sistema democrático hasta hace poco ni siquiera esbozadas en los centros de pensamiento neocon más recalcitrantes.
No es difícil prever la dirección de los tiros y calcular por dónde andarán las mal llamadas reformas estructurales en el plazo de uno o dos años, a la vista de los avances. Se reducirán las redes educativas, sanitarias y de servicios sociales públicas a la condición de subsidiarias, con una drástica disminución de calidad y un alcance mucho más limitado. Se cuestionará el concepto de función pública y Administración desde su raíz, poniendo en tela de juicio la inamovilidad de los funcionarios, el monopolio del poder público y -llevando la privatización al máximo- el ejercicio exclusivo de la autoridad por el Estado. La noción de servicio público se diluirá en la mercantilización de manera cada vez más descarnada. Los poderes regionales y locales perderán autonomía y capacidad de intervención de forma muy significativa, con los desequilibrios territoriales consiguientes. Las políticas culturales, medioambientales, de promoción de valores o de solidaridad serán elevadas a la categoría de lujo, imposible de ser sufragado por las urgencias económicas o incluso como un obstáculo para la recuperación. Se presentará la jornada laboral de 40 horas, los descansos obligatorios en el trabajo o las vacaciones anuales como un impedimento antiguo –palabra clave en el ideario dominante- para la competitividad y la libre negociación de condiciones laborales, perdiendo el carácter de derecho indisponible. La protección por desempleo y por incapacidad será descrita como una carga injusta e inasumible, más allá de una forma de desincentivar la actividad como ya se viene planteando. Se limitarán y penalizarán, de forma más o menos sutil o abierta, con el Código Penal en la mano si es necesario, las formas de resistencia y protesta, en todos los ámbitos.
Todo esto y similares retrocesos pueden suceder antes de lo que pensamos; claro está, mientras dejemos que así sea.

L a crisis nos demuestra, entre otras muchas amargas enseñanzas, que es más fácil de lo que pensábamos poner en cuestión todos los consensos sobre los que se edificaba nuestro modelo social y político, blandiendo la necesidad de adoptar medidas que se presentan como obligatorias, sin elección posible. Esta actitud, extendida entre los gobiernos europeos y en algunos –caso del español- referencia de cabecera de su discurso habitual, incrementa esta permanente sensación de claudicación de los gobernantes y de ausencia de alternativas, agranda la frustración de la población y genera un efecto terriblemente disolvente por la consecuente pérdida de confianza en el sistema de representación. A ojos de la mayoría, de nada parece servir construir un modo de organizar el poder político, de establecer la administración y la distribución territorial de dicho poder o enunciar principios y valores a los que colectivamente se dice aspirar, si a la hora de la verdad todas las palabras dichas pueden ser sustituidas de la noche a la mañana por dictados que, se reconocen, son impuestos a quienes han sido elegidos para representarnos. La mayoría social se ve, de este modo, arrojada sin defensa posible contra un muro de fatalidades que se nos ofrecen como inevitables, sin facultad de influir en acontecimientos de los que somos meros sujetos pacientes. Todo concepto de ciudadanía se desdibuja hasta la caricatura cuando no hay disyuntiva posible, cuando el debate no puede conducir a la formulación de otros proyectos diferentes y sólo resta prepararse para deglutir las medidas que, según el pensamiento hegemónico, hay que tomar para sobrevivir.
Esta tendencia se agrava con una rapidez insospechada y, a la par, se transgreden límites que parecían infranqueables hace apenas unos meses. Así que el elemento nuevo, que empieza a predominar junto con la inquietud y el malestar, es la desesperanza. Con este caldo de cultivo, paradójicamente, es aún más asequible plantear nuevas medidas de destrucción de derechos sociales y de empobrecimiento del sistema democrático hasta hace poco ni siquiera esbozadas en los centros de pensamiento neocon más recalcitrantes.
No es difícil prever la dirección de los tiros y calcular por dónde andarán las mal llamadas reformas estructurales en el plazo de uno o dos años, a la vista de los avances. Se reducirán las redes educativas, sanitarias y de servicios sociales públicas a la condición de subsidiarias, con una drástica disminución de calidad y un alcance mucho más limitado. Se cuestionará el concepto de función pública y Administración desde su raíz, poniendo en tela de juicio la inamovilidad de los funcionarios, el monopolio del poder público y -llevando la privatización al máximo- el ejercicio exclusivo de la autoridad por el Estado. La noción de servicio público se diluirá en la mercantilización de manera cada vez más descarnada. Los poderes regionales y locales perderán autonomía y capacidad de intervención de forma muy significativa, con los desequilibrios territoriales consiguientes. Las políticas culturales, medioambientales, de promoción de valores o de solidaridad serán elevadas a la categoría de lujo, imposible de ser sufragado por las urgencias económicas o incluso como un obstáculo para la recuperación. Se presentará la jornada laboral de 40 horas, los descansos obligatorios en el trabajo o las vacaciones anuales como un impedimento antiguo –palabra clave en el ideario dominante- para la competitividad y la libre negociación de condiciones laborales, perdiendo el carácter de derecho indisponible. La protección por desempleo y por incapacidad será descrita como una carga injusta e inasumible, más allá de una forma de desincentivar la actividad como ya se viene planteando. Se limitarán y penalizarán, de forma más o menos sutil o abierta, con el Código Penal en la mano si es necesario, las formas de resistencia y protesta, en todos los ámbitos.
Todo esto y similares retrocesos pueden suceder antes de lo que pensamos; claro está, mientras dejemos que así sea.

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