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domingo 24, noviembre 2024

Política y crisis

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Las encuestas periódicas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) vienen destacando, cada vez de forma más pronunciada, una grave desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones y, en particular, hacia todo lo que rodea a la actividad política.
El barómetro del mes de julio de 2012, eleva a un grado superior la desafección entre la ciudadanía y su representación, y comienza por ello a despertar verdadera preocupación. El recelo hacia lo que se ha venido a denominar «clase política» es amplio, los partidos políticos son objeto de general reproche y a los líderes de éstos se les otorgan valoraciones escandalosamente bajas. Incluso se sitúa a instituciones, representantes públicos y fuerzas políticas como origen –casi principal- de las actuales dificultades económicas y de las consecuencias que padece la población: precariedad, incertidumbre, desempleo e incipiente depauperación.
Está claro que no se trata de un cabreo momentáneo de la ciudadanía en relación con su sistema de representación y las personas que ejercen tal cometido. La corriente es de fondo, tiene raíces remotas anteriores a la propia crisis y crece con fuerza con la frustración que acarrean los mensajes de fatalismo y resignación –con vanas invocaciones al sacrificio- que provienen de los poderes públicos frente a los aprietos actuales. Cuando se insiste machaconamente en la inevitabilidad de las medidas dolorosas y la falta de alternativas, la secuencia lógica lleva al receptor del mensaje a pensar en la inutilidad de un sistema de toma de decisiones que parece condenado a seguir dictados predeterminados, quedando vacío de sentido.

El sistema de representación política actual experimenta muestras de fatiga, los partidos a través de los que se encauza la participación política tienen escasa capacidad de reacción y hay motivos para inquietarse por la salud democrática de los países en crisis, con algunos síntomas de reverdecer populista.

Parece evidente que el sistema de representación política actual experimenta muestras de fatiga, los partidos a través de los que se encauza la participación política tienen escasa capacidad de reacción y hay motivos para inquietarse por la salud democrática de los países en crisis, con algunos síntomas de reverdecer populista. En España, además, hay un elemento predominante y de rasgos propios que se añade al diagnóstico del problema, porque de las actitudes y expresiones de malestar de la ciudadanía, de su forma de protesta y de su posición ante el poder público, se desprende una singular conciencia de autosubordinación, aunque sea para desencadenar una posterior muestra de descontento o un fogonazo de cólera. Se admite de este modo la predemocrática dinámica en virtud de la cuál es el representante público (el «político» en la terminología de la calle) al que se le imputan las responsabilidades exclusivas –lo que libra de introspecciones molestas y evita buscar causas profundas a los problemas-, situándolo como el que da o el que quita, con la respuesta, según el caso, del agradecimiento expresado en el voto o la queja airada. El resquebrajamiento de la soberanía y la falta de capacidad real de intervención de los poderes públicos, de la que la ciudadanía no deja de percatarse, hace inviable este proceder (sin saber a qué nos llevará la siguiente etapa), porque de la posición del «político» hacedor se pasa a, como mucho, la de ejecutor de instrucciones ajenas.
No obstante, la propia asunción del concepto de «clase política» parece profundamente interiorizada, con la mayoritaria aceptación, casi con naturalidad, de la separación entre el común de la ciudadanía y la minoría a la que se atribuye en exclusiva la gestión de los asuntos públicos, como si ésta no fuese parte de aquélla, y, lo peor, como si fuese razonable para el ciudadano medio no ser partícipe -al menos en cierto grado- de la actividad política. La consecuencia de esta disgregación es una inadecuada noción del liderazgo público y que la relación entre población y «clase política» sólo pueda ser de aprobación o desaprobación y, en el mejor y menos usual de los casos, de control y fiscalización de los representados sobre los representantes. El resultado es un penoso empobrecimiento, hasta quedar prácticamente diluido, del concepto de ciudadanía en su más elevada acepción, que comporta no sólo observación, opinión y criterio sobre los asuntos comunes, sino también implicación activa y participación en el sistema.

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