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lunes 25, noviembre 2024

Fuego del agravio

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Los ataques a las legaciones diplomáticas norteamericanas en algunos países de mayoría islámica -encendidos por la película ‘Inocencia de los musulmanes’ que casi nadie ha visto- pueden resultarnos inquietantes por el carácter masivo de las protestas y su rápida proliferación en los últimos días. Pero no nos sorprenden, sin embargo, después del episodio de las caricaturas de Mahoma publicadas en el diario Jyllands-Posten en septiembre de 2005. En los dos casos hay elementos comunes, como la imputación a todo un país -ayer Dinamarca, hoy Estados Unidos- de una expresión particular, la virulencia e irracionalidad de la respuesta popular y la apelación al agravio como nexo común. Claro que hay muchas más cosas detrás, empezando por un rencor largo tiempo alimentado por la postración, el sufrimiento causado por gobernantes sometidos al interés estratégico de las potencias occidentales y el enaltecimiento de lo que distingue –en este caso la fe- frente a lo que se atribuye –el ultraje- a quien se culpa de los males propios.
De fondo, además, subyace la enorme dificultad para la tolerancia que impulsa cualquier credo con afán monopolista, no sólo los religiosos y no sólo el islámico. Es verdad que nadie que viva conforme a dictados de su fe tiene por qué aguantar agresiones gratuitas a sus principios y que le asiste el derecho a defender sus creencias de la burla ajena. Pero se trata de un derecho limitado y sometido a ponderaciones. La primera de ellas deriva del respeto a la libertad de expresión y el derecho a la crítica -por desafortunada o incluso estúpida que pueda resultar- que asiste a terceros, y que debe constreñir las reacciones a la legítima reafirmación y profesión de la doctrina propia, pero nunca al deseo de acallar por la fuerza a quien ha desairado.
En materia de fanatismos, aunque haya grados, el que esté libre del pecado de la intransigencia que tire la primera piedra. El problema es que, cuando hablamos del hecho religioso (consustancial, por otra parte, a nuestra cultura) hay poco espacio para la relatividad y, como mucho, lo hay para la condescendencia. A la fe en un dios, en sus profetas y sus palabras no se llega habitualmente por el escrutinio racional ni por el método científico o la falsación. Las certezas asociadas a toda religión basada en el seguimiento de preceptos, aunque quepan interpretaciones de éstos más o menos abiertas, dejan poco espacio a sus fieles para el escepticismo, porque en todo credo hay determinadas verdades absolutas, a las que se asigna procedencia divina, cuya contravención merece, en su código, el más severo de los castigos. La base para considerar aceptable reaccionar agresivamente -incluso a sangre y fuego- contra la blasfemia está, desde ese momento, sentada.
Que conste que pocas sociedades están libres de esta tendencia, de forma más o menos subrepticia. Que se lo digan a Javier Krahe, sentado en el banquillo hace unas pocas semanas por unas coplillas irreverentes e inocuas. O, remontándonos unos pocos años atrás, a las manifestaciones de repulsa frente al estreno de “La Última Tentación de Cristo”. Así que, en materia de fanatismos, aunque haya grados, el que esté libre del pecado de la intransigencia que tire la primera piedra.

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