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lunes 25, noviembre 2024

Abundancia y verdad

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Poco le falta al partido gobernante en España para promover una remodelación del Ejecutivo en el que, al modo orwelliano, se refundan los Ministerios en el del Amor, el de la Paz y, sobre todo el de la Abundancia y el de la Verdad. Por lo pronto ya nos hemos acostumbrado a utilizar para hablar de los ministerios el acrónimo de su dominio en internet (el Mir para aludir al Ministerio del Interior, el Minetur para referirse al de Industria, Energía y Turismo, etc.), como en la neolengua se referían al Mindancia o al Minver, por citar los dos últimos del imaginario de 1984. La clave, como siempre, se basa en la machacona repetición del discurso, su amplificación en medios públicos y afines –cada vez más exaltados-, la escasez de explicaciones y sobre todo, la expulsión de la voz disidente a la marginalidad, criminalizando cualquier resistencia. Todo ello acompañado de la creación de una realidad paralela, más bien burda; contemplen por ejemplo en los informativos de la televisión estatal como no hay rastro de la crisis social (todo son animosos emprendedores y buenas caras al mal tiempo). El problema es que después de cinco años de crisis aguda, del empobrecimiento de los trabajadores, de la destrucción del tejido productivo, del deterioro irreversible de los servicios públicos, casi nadie se cree ya nada y menos aún los mensajes que provengan de una autoridad pública. De este modo, los repetidos anuncios de que ya se ve -a la vuelta de la esquina como quien dice- un principio de recuperación, provocan el sonrojo y la ira a más de uno. Y la colección de eufemismos para hablar de las medidas leoninas con las que se castiga a la población ya se ha agotado hace tiempo.

Es un sarcasmo que el Gobierno insista  en que no hemos sido rescatados o que proclame que las políticas de laminación de lo público y presión a las rentas del trabajo son medidas inevitables, derramando hipócritas lágrimas de cocodrilo por el dolor que causan.

Un lustro después de que el castillo de naipes de la aparente comodidad comenzase a desmoronarse y 16 meses después de que el Gobierno de España convirtiese la desigualdad y el sufrimiento colectivo de la población en su conquista más preciada, la desesperanza ha calado hasta los huesos y poco se puede sacar en limpio de la experiencia, más allá de la profunda desconfianza a la que es difícil sustraerse. Las previsiones de las organizaciones económicas internacionales acaban, en este sentido, de arrebatar el último gramo de credulidad que a algunos todavía les quedaba, porque con vaticinios para este año de empeoramiento en la evolución del Producto Interior Bruto (-1,6% en 2013 según el FMI), una tasa de paro esperada del 27%, un sector financiero del que la OCDE afirma que seguirá en crisis crónica, el estupor de cifras de déficit público (si no se escamotean de las cuentas las ayudas a la banca, claro) del 10,6% del PIB al cierre del ejercicio pasado (no muy alejadas de las que llevaron a comenzar la espiral de recortes) y una deuda pública del 92% del PIB (casi el triple que en 2007), es difícil que no te flaqueen las piernas si aspiras a trabajar y contribuir en España. Sobre todo si pensamos lo que nos hemos dejado por el camino, incluyendo la credibilidad de las instituciones, la seguridad en las relaciones económicas, los mecanismos públicos de solidaridad y la provisión de bienes comunes con cuya calidad y razonable eficiencia hasta hace poco contábamos.
Por eso es un sarcasmo, se diría, que el Gobierno insista en que no hemos sido rescatados (pese a los 40.000 millones de euros en las ayudas a la banca, con un severo programa de contrapartidas) o que proclame que las políticas de laminación de lo público y presión a las rentas del trabajo son medidas inevitables, derramando hipócritas lágrimas de cocodrilo por el dolor que causan. Y más aún que caigan en el mismo error que ha arrastrado al descrédito a la gran mayoría de gobernantes de los países azotados por la crisis, atisbando la tierra prometida del crecimiento cuando estamos atrancados en la duna hasta las rodillas. Lo peor es que ya ni pueden esconder la risa nerviosa o la mueca amarga que sus propias palabras les provocan.

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