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lunes 25, noviembre 2024

Terror espectáculo

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Hasta ahora sabíamos en abstracto que, en la sociedad del espectáculo, hasta el asunto más insospechado se convertía en objeto de atracción audiovisual y en materia de consumo para el receptor.

Intuíamos que también lo más grave y solemne, lo más trascendente y nuclear puede ser transformado en producto de entretenimiento y, consiguientemente, pueden modificarse de raíz todos los códigos de relación social y política. Que estamos en el viaje de conversión desde el concepto de ciudadanía al estatus de consumidor despersonalizado, de pie ante un escaparate político, social, religioso o material, ya era parte de nuestra resignación sobre los tiempos que nos está tocando vivir.
Pero aún así era difícil imaginar que algunas formas de reacción colectiva a situaciones dramáticas iban a parecer propias del espectador común, entre ligeramente emocionado y tediosamente acostumbrado al crimen, como el que lo contempla en una de las series televisivas en boga de forenses e investigaciones policiacas. Que un hecho dramático y chocante como presenciar un ataque sangriento o contemplar el resultado de éste provoque más curiosidad morbosa o incluso más indiferencia que horror y compasión es un escenario que creíamos propio de situaciones excepcionales de deshumanización (las que se producen en situaciones de guerra, de desesperación o en el universo del campo de concentración, por ejemplo).

Que un criminal con las manos embadurnadas en sangre dé al minuto su absurdo manifiesto con cierta naturalidad, nos da una idea de la asunción de la proyección mediática como algo consustancial a todos los actos, como si viviese en una permanente emisión televisiva.

La nueva frontera la han puesto algunos elementos circunstanciales comunes a dos agresiones irracionales y brutales perpetradas por individuos aparentemente ajenos a cualquier red de organización frente a dos soldados. La primera finalizada en una calle de Londres con el asesinato de Lee Rigby (25 años, padre de un niño) casi televisado en directo, con alucinante entrevista a su autor, que prácticamente daba una rueda de prensa ante la improvisada informadora, recién privado de vida el cuerpo de la víctima. Que transcurriesen los minutos mientras deambulaban los peatones bien cerca del lugar del crimen, ocupados en sus quehaceres cotidianos como si la cosa no fuese con ellos, es entre surrealista y pavoroso. Que un criminal con las manos embadurnadas en sangre dé al minuto su absurdo manifiesto con cierta naturalidad, nos da una idea de la asunción de la proyección mediática como algo consustancial a todos los actos, como si viviese en una permanente emisión televisiva. El segundo de los ataques, una suerte de espontánea emboscada del agresor frente al soldado Cédric Cordiez (23 años), herido en el intercambiador del metro de La Défense, en París, tiene de particular no sólo el efecto imitación del primero (lo que alimenta el espectro, un tanto peliculero pero inquietante por real, del terrorista solitario), símbolo del poder atractivo y el efecto imitación de las imágenes difundidas, sino también las caras de los mirones detrás del cordón policial. La especialísima mezcla de apatía y curiosidad que las caracteriza, incluyendo la impagable estampa de la adolescente que come helado mientras contempla con mirada neutra el espectáculo, es buena metáfora de nuestra capacidad de acostumbrarnos al horror, ya sea televisado o en la vida real. No molestan ya ni prácticamente asombran y apenas nos mueven a la reacción, perdida o como poco diluida la capacidad de preguntarse motivos y consecuencias, y reducido al mínimo el estímulo sentimental que provocan, como otro capítulo más de la sección de sucesos.

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