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lunes 25, noviembre 2024

Leonarda

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Tiene quince años. Se expresa con claridad y convicción, como hemos podido comprobar en sus declaraciones. Vivía en Levier (Doubs, Franco Condado), estudiaba en el liceo André Malraux y, siguiendo el mensaje de la gran novela homónima del polifacético escritor y político francés, albergaba la esperanza de que una lucha personal y colectiva le redimiese ante las dificultades que su condición le deparaba.

Adolescente, con pocos recursos, gitana e inmigrante, con todas las papeletas para sufrir más penalidades de las que pudiese aguantar. Aun así, por su forma de hablar, de explicar lo que le ha sucedido, de apelar a los valores más elevados de la Francia republicana; y, sobre todo, por su fuerte determinación, es posible aventurar que Leonarda Dibrani iba a aprovechar las pocas oportunidades que la vida le brindase.
Cuando se llevaron a Leonarda del autobús en el que viajaba en una excursión escolar, las autoridades francesas franquearon varios límites de los que será muy difícil regresar. Violaron el santuario escolar –porque de la actividad de un liceo se trataba- en el que una regla no escrita pero netamente civilizadora indica que salvo necesidad imperiosa las fuerzas de seguridad no deben actuar, y menos para detener a una menor de edad y apartarla de su carrera académica para deportarla. Emularon las humillaciones a las que las minorías que en el mundo han sido resultan sometidas desde siempre: escogidos de entre la fila, seleccionados para la depuración, llamados para ser bajados del autobús y olvidar otro destino que no sea el de la marginación y el desprecio. Se entregaron a satisfacer la irrefrenable ansia de represión y exclusión que alimenta en los últimos años la xenofobia rampante de una Europa desnortada. Y, peor aún, relegaron cualquier consideración humanitaria sobre Leonarda y su familia, expulsados a Kósovo, pese a las dudas sobre su verdadero origen y sus peticiones de asilo; sin considerar la inapelable integración de la menor en la Francia a la que, se quiera o no, ya pertenecía; y sin tener en cuenta que en Kósovo la población romaní, en particular desde la guerra y secesión de facto de Serbia, es víctima de fuertes discriminaciones y hostigamiento.

Cuando se llevaron a Leonarda del autobús en el que viajaba en una excursión escolar, las autoridades francesas franquearon varios límites de los que será muy difícil regresar.

Veremos como acaba su historia, ahora que el Gobierno de Hollande, amedrentado por el auge del Frente Nacional, atenazado por su incapacidad para ofrecer alternativas a un modelo en crisis, pero también presionado por las valientes manifestaciones de solidaridad de los estudiantes franceses (siempre acuden cuando una noble causa les invoca), ha abierto la puerta al retorno de Leonarda. Ella, sin embargo, con todo el sentido común, apela a su derecho a vivir junto a su familia y no quiere regresar sin ella.
Si no hay una brizna de humanidad y cordura que permita a Leonarda recuperar sus sueños; si para tratar de apaciguar –con poco éxito, seguro- a la bestia del racismo y el temor al extranjero, se sigue por esta pendiente, ¿qué será lo siguiente? Quizá llevar a cabo redadas de detenciones y deportaciones masivas y televisadas, al estilo Putin. O reemprender sin tapujos la vieja estrategia de culpabilización al diferente para justificar la crisis y sus padecimientos. O asumir veladamente, de forma consciente o llevados por la corriente, la agenda del triunfante populismo europeo al que se dice combatir.

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