Una de las reacciones que las estructuras políticas partidarias digieren peor es la indolencia ante sus mensajes.
Entre las respuestas previstas al trasladar su posicionamiento a la audiencia esperan toda la gama de resultados, desde la adhesión entusiasta al más destemplado rechazo; pero no la indiferencia que provoca lo que deviene rutinario y, por ello, menos relevante. Si esto sucede de forma significativa, el diagnóstico interno suele llevar a concluir que falla la estrategia de comunicación, porque lo que se persigue en el esquema al uso es, al menos, movilizar a los que se consideran propios cuando la extensión de las afinidades resulta difícil. El desinterés es, de este modo, el principal enemigo a vencer.
En el proceso de transformación política que, como consecuencia de la crisis económica y social, vive este país, se está pasando, precisamente, de un duro reproche a las élites políticas a una pérdida de interés por sus mensajes, consecuencia de la menguada credibilidad que se les concede, incluso en los casos en los que se ha producido o está en curso una renovación de personas, perfiles y planteamientos. La reiterada presencia pública ya no tiene un efecto inmediato porque forma parte del paisaje informativo habitual. La sobreexposición de los líderes en los principales medios tiene ahora un rendimiento cuestionable ante un público mayoritariamente descreído. A la par, se inunda a la ciudadanía de forma continua con llamamientos a la participación activa, ya sea para evitar que el sistema representativo vigente se ponga en riesgo, ya sea para sumarse a la corriente creciente que, de momento de una forma difusa en cuanto a las alternativas, dice abogar por la superación de ese sistema que entienden irremediablemente corrompido.
En el proceso de transformación política que vive este país, se está pasando, precisamente, de un duro reproche a las élites políticas a una pérdida de interés por sus mensajes, consecuencia de la menguada credibilidad que se les concede.
En este escenario y a pesar del desencanto, parece que no hay espacio para posiciones que no sean abiertamente partidistas. A medida que sube la temperatura política del país, se abusa por todos de la simplificación maniquea, el verbo encendido acalla al mesurado, abunda la alerta sobre el peligro del enemigo y se alimenta una dinámica de frentes y banderías, con poco margen para el acuerdo. En pocas semanas, al calor del tiempo electoral que se vivirá en 2015 (Elecciones Autonómicas y Locales en mayo y Elecciones Generales en noviembre) y de las posibilidades reales de alteraciones sustanciales en el mapa político, se instalará con más fuerza aún esta tensión en el discurso público.
Es verdad -y seguramente es positivo- que con las convulsiones sociales y la enorme incertidumbre en la que nos movemos, hay mucha gente incorporándose a distintas militancias. Sin duda la participación política, incluso la esporádica que proviene del fogonazo de cabreo, es necesaria para poner encima de la mesa las insuficiencias advertidas en el sistema de organización del poder público, al que la crisis ha desbordado. Pero llama la atención la dificultad de encontrar espacio para posiciones que escapen de la dialéctica antagónica más acerada. Si juzgásemos por la preponderante agresividad verbal –violencia política de baja intensidad- favorecida además por la conversión de los debates en programas de entretenimiento con formatos tendentes al espectáculo, estamos cada vez más cerca de que se nos clasifique a todos bajo criterios excluyentes, aunque no nos sintamos conmovidos en ningún sentido por sus batallas.
El ejercicio de los derechos políticos propios de la ciudadanía y la participación cotidiana en los asuntos que preocupan a la sociedad no tiene necesariamente que llevarse a cabo como nos lo plantean los actores predominantes en la escena mediática. Tampoco tienen por qué desarrollarse en la efervescencia y la inducida animosidad a los que piensan de una manera diferente. No se es peor ciudadano por sentirse ajeno a las urgencias del «momento histórico» que se invoca al viejo estilo, ni tampoco por no sentirse interpelado por el llamamiento a filas que sufrimos todos los días. Ante el exceso de demagogia la apatía bien puede ser una actitud plenamente democrática.