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lunes 25, noviembre 2024

Las raíces del odio

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El ataque a la sede del semanario satírico Charlie Hebdo en el que fueron asesinadas doce personas, algunas de ellas consagrados dibujantes, ha movido a cuestionarse por qué Chérif y Said Kouachi, de 32 y 34 años, nacidos en Francia y de ascendencia argelina, emprendieron el camino del fanatismo y lo llevaron hasta el punto de cometer un crimen tan despiadado y terrible. Evidentemente, ninguna circunstancia personal, política o de cualquier naturaleza podrá justificar jamás un acto de esta clase; y para la insania que acabó por decidirles a dar el paso final no hay explicación posible ni concluyente. Pero es necesario bucear en el contexto social y en las circunstancias de los hermanos Kouachi, porque su crimen se produce en un momento en el que existen riesgos para la convivencia de culturas y religiones en Europa y en el que se fortalecen las tendencias excluyentes que subrayan la diferencia y edifican sobre ella odios y desconfianzas. También procede analizar si las decisiones políticas que se adoptan, tanto en el ámbito interno de cada país en el que estas contradicciones afloran, como en el nivel de las relaciones internacionales, añaden más conflictividad y alimentan los odios o por el contrario toman conciencia de los problemas de fondo y las causas de la espiral de violencia en la que estamos.
Parece claro, de antemano, que nacer en un país occidental y contar, a priori, con la aparente estabilidad del entorno y las políticas de integración y bienestar que se presumen vigentes, no es garantía en absoluto de suficiente cohesión social ni vacuna alguna contra el odio. Quizá se deba, por un lado, a los frecuentes fracasos de las medidas de integración y al intenso repliegue de las políticas públicas dirigidas a evitar la exclusión, que siempre es fuente de malestar. Y, por otro lado, a la incapacidad de transmitir de forma eficaz y continuada, a quien se siente perdedor del sistema, la importancia de los valores democráticos, de respeto a los Derechos Humanos y de pluralidad y tolerancia a los que se dice aspirar.

Nacer en un país occidental y contar, a priori, con la aparente estabilidad del entorno y las políticas de integración y bienestar que se presumen vigentes, no es garantía en absoluto de suficiente cohesión social ni vacuna alguna contra el odio.

No puede darse por sentada la asunción de esos valores por el común de las personas y no son pocos los casos en los que, por circunstancias sociales o educativas, por reacción a una soterrada discriminación o por una indignación mal encauzada frente a lo que se entiende injusto, en los casos más extremos se supedite a una causa «redentora» (por disparatada que pueda parecernos) los derechos elementales de los otros, incluida la vida. Que haya sido precisamente la sociedad francesa, en la que el apego a los valores republicanos y democráticos se invoca tan repetidamente, la que haya sufrido el zarpazo del extremismo, dirigido además frente a un símbolo de la libertad de expresión, nos enseña que por muy asentados que nos parezcan tales principios, puede que, en la base social, exista un creciente desapego a ellos que los pueda poner en peligro. Porque no todas las personas se sienten concernidas y amparadas por ese régimen de derechos y libertades y el agravio y el victimismo es ambiente idóneo para cultivar el rencor. Ya vimos con la explosión social del año 2005 –de la que nos queda el recuerdo de los disturbios en los banlieus- como todo un sector de la población francesa se siente hasta tal punto fuera del discurso oficial de derechos y libertades que es capaz de arremeter contra la comunidad que dice protegerles. La novedad en este caso es que al desarraigo se ha sumado, en el caso de los hermanos Kouachi y en el de los centenares de jóvenes franceses y europeos de religión musulmana que se han dejado alistar por las redes de reclutamiento de grupos armados islámicos (con viaje a formarse y combatir como milicianos en Siria, Iraq, Yemen etc.), un adoctrinamiento brutal, sostenido sobre el sentimiento de ser permanentemente objeto de un ultraje que es necesario vengar violentamente. Afrenta que, en la pobreza del mensaje fanático, es la misma y merece la misma sangrienta respuesta ya se haya materializado en la caricatura del profeta dibujada por un humorista o en las decisiones de los gobiernos a los que culpar –también de forma simplona- de la supuesta postración de las naciones de mayoría musulmana.
Las libertades son, por lo tanto, una conquista siempre en riesgo; y su defensa es, por ello, un trabajo diario, que no puede admitir tregua, conformidad ni complacencia, porque sólo cuando todos sus beneficiarios las aprecian, interiorizan y sostienen se pueden preservar. Una defensa que, naturalmente, no sólo pasa por garantizar la seguridad necesaria para que tales libertades puedan ejercerse; sino que pasa también porque todos las sientan efectivamente como propias, las valoren como bien común por encima de las particularidades y participen de la construcción de una sociedad que, además de enunciarlas, las practique cotidianamente.

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