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sábado 20, abril 2024

Por qué golpean a Francia

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Es entendible que sintamos muy cercana la tragedia ocurrida con los ataques del 13 de noviembre en París, no sólo por elemental compasión con las víctimas y su indefensión, sino también por la fortaleza de los lazos con los vecinos del Norte y la huella que el terrorismo ha dejado igualmente en la sociedad española, en particular tras los atentados del 11-M. El espanto que produce la actuación inmisericorde de los atacantes hace que resultar víctima de esta clase de ataques se convierta casi en una cuestión de azar (simplemente por estar en el sitio y el momento concreto), que lleva a cualquiera a temer cuándo y dónde tendrá lugar una nueva masacre y el riesgo de que ésta alcance una escala superior a la actual, ya de dimensiones insoportables. La particular intensidad de nuestro vínculo histórico con Francia y la consternación añadida de ver tan cercano el horror no debe impedir, no obstante, que otorguemos una relevancia menor a la multitud de atentados y ataques de esta naturaleza, igualmente reivindicados por Daesh u otros grupos encuadrados en el terrorismo yihadista o abonados a la violencia sectaria que corroe algunos países de mayoría musulmana. Son víctimas del mismo conflicto o de manifestaciones variadas de éste, y no por suceder los ataques en Maiduguri (Nigeria), Beirut, Bagdad, Saná, Qatif (Arabia Saudí) o Ankara, por citar algunas de las ciudades castigadas por esta locura en los últimos meses, deberían tener menos relevancia, aunque la dinámica habitual de los medios de comunicación centre la atención en las grandes capitales de los países más poderosos y erróneamente convierta, a ojos de la opinión pública occidental, los conflictos de otros países en asuntos internos de aquellos, de importancia secundaria y parte del paisaje informativo cotidiano. Parece claro, sin embargo, que en la era de la globalización ninguna clase de desgarro o confrontación que sufra una comunidad, un país o una región puede abordarse tratando de que sus consecuencias no lleguen de la forma más directa –y a veces con la crueldad que hemos visto- a otros países que adopten una posición o simplemente compartan área de influencia. Hoy día ningún conflicto puede acotarse sin que trascienda y lleguen sus efectos a nuestra realidad cotidiana, a veces afectando al equilibrio y la estabilidad internacional o a las circunstancias que condicionan las relaciones económicas; en otras ocasiones, de manera más dramática, mediante la recepción de flujos de refugiados en huida del terror que asola su tierra o incluso convirtiendo las calles de las metrópolis globales en escenario de sangrientos ataques, como ha sucedido.

El apoyo moral ofrecido a Francia con motivo de los ataques del 13 de noviembre tiene que venir seguido de una reflexión colectiva, y del compromiso consiguiente, por parte de la comunidad internacional sobre el carácter transnacional del problema de seguridad que se afronta.

En todo caso, hay poco de casualidad en la obsesión del terrorismo yihadista frente a Francia. Por una parte, se trata del país europeo en el que se presentan con más intensidad las contradicciones entre la potencia de su discurso republicano e integrador y la existencia de una minoría marginal y radicalizada en el odio y el agravio; segmento de desarraigados del que han surgido protagonistas de ataques en su propio territorio y que ha nutrido con varios cientos de combatientes voluntarios las fuerzas de Daesh en Iraq y Siria. De hecho, las tensiones que un ataque de esta naturaleza exacerba tienen proporciones preocupantes y ponen a prueba el modelo de convivencia. Por otra parte, y como elemento seguramente más relevante, el Gobierno de Francia y la propia Presidencia de la República han adoptado, de entre los responsables públicos europeos, la postura más decidida en la lucha contra los grupos terroristas que ponen en jaque a países en situación de debilidad. Que Francia haya intervenido en Malí, evitando que el país cayese en manos de grupos yihadistas, o asistido a Níger para combatir a estos grupos; y que se haya sumado a las acciones frente a Daesh en Siria, ha aumentado el riesgo de que ataques como el del 13 de noviembre acontezcan, lo que coloca a las autoridades francesas y, en última instancia, a la población, ante el crudo dilema entre la continuación de ese compromiso y las consecuencias que provoca, difícilmente evitables. Lo que se persigue, evidentemente, es provocar un repliegue y que Francia opte por no tomar partido, permitiendo así eliminar al oponente más destacado en el Sahel y abrir paso a la desestabilización de países que ya han padecido los estragos del terrorismo islamista, en añadidura a sus propios conflictos históricos.
El apoyo moral ofrecido a Francia con motivo de los ataques del 13 de noviembre tiene que venir seguido de una reflexión colectiva, y del compromiso consiguiente, por parte de la comunidad internacional sobre el carácter transnacional del problema de seguridad que se afronta y, más aún, sobre las raíces últimas de los conflictos en los países del Norte de África, Sahel y Oriente Medio cuyas llamas alimentan el terrorismo global.

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