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lunes 25, noviembre 2024

Maldita trascendencia

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Dudo mucho que cualquiera de los terroristas que el 13 de noviembre de 2015 protagonizaron los ataques en París, finalizando algunos de ellos por detonar sus explosivos, hayan encontrado materia de reflexión o identificación alguna en el personaje de Chen que describe André Malraux en ‘La condición humana’. El relato de Malraux permite un acercamiento a la composición de lugar que se formula el terrorista suicida que, en un contexto de violencia generalizada (la pugna entre los comunistas y los nacionalistas del Kuomintang en el Shangái de 1927), en aras de la causa a la que presta servicio, pretende sublimarse con un ataque suicida que se lleve por delante al líder de la facción enemiga. Malraux no esconde, sin embargo, el perfil cruel y desalmado de Chen, opuesto a la nobleza de otros personajes entregados a la misma causa sin alcanzar la insania suicida; ni, tampoco, la inutilidad de su gesto, pues falla en su objetivo (la muerte de Chiang Kai Shek) y pierde su vida en vano. Una diferencia sustancial (además de las distintas causas a las que sirven y el carácter selectivo o indiscriminado de las víctimas), en todo caso, es el afán de perpetuidad, pues Chen no persigue ninguna inmortalidad –ni siquiera la de la historia- y los asesinos que lanzaron su ataque contra los parisinos creen, en su delirio, que la eternidad del paraíso y las recompensas divinas les esperan por acabar con «el infiel».
Ni el ataque suicida ni el martirio han nacido con la yihad, aunque el grado de brutalidad que alcanza, con la indefensión radical de sus víctimas, y las preguntas que sus dimensiones plantean, pueden ser en parte nuevas. Ya nos resultaron turbadores casos singulares como el de Muriel Degauque, la primera europea enrolada en la yihad, nacida en Charleroi y conversa al islam que, siguiendo a su tercer marido, acabó protagonizando un ataque suicida en Baquba (Iraq) en 2005. Ahora el lavado de cerebros alcanza una escala superior cuando algunos jóvenes nacidos en Europa, pertenecientes a la segunda o tercera generación tras la emigración de sus antecesores, en situación de desestructuración y precariedad social, con una noción banalizada de la violencia y ninguna empatía con el sufrimiento ajeno, abrazan de modo furiosamente fanático un rudimentario ideario medieval de violencia religiosa y se disponen a esparcir indiscriminadamente el dolor. Se trata de un fenómeno que nos deja con pocas palabras y muchas explicaciones pendientes para desentrañar ese proceso, porque de algún modo se hace ese tránsito; además del rechazo y las medidas securitarias, nuestra inquietud nos lleva legítimamente a formularnos estas preguntas para buscar vacunas.

«Ni el ataque suicida ni el martirio han nacido con la yihad, aunque el grado de brutalidad que alcanza, con la indefensión radical de sus víctimas, y las preguntas que sus dimensiones plantean, pueden ser en parte nuevas»

El repentino deseo de trascendencia, unido paradójicamente a la vacuidad reinante en estos tiempos, es un cóctel peligroso si se le añaden otros elementos como el extremismo religioso, el desprecio a cualquier noción de los Derechos Humanos y la construcción de una identidad personal sostenida en el odio y, a la postre, tan simplona como para convertirse en objeto manejable en manos de otros, concretamente en arma homicida. En el caso de los terroristas que protagonizaron los ataques y de otros que optan por este camino parece probable que les espolea el convencimiento de que al otro lado del charco de sangre extraña vertida por su mano, y de su propia inmolación, está la entrada a la inmortalidad. Si a esto añadimos la hagiografía del mártir y el relato épico que la maquinaria de propaganda yihadista les construye, tenemos la invitación para el desatino que estas personas aceptan.
El sentimiento religioso va generalmente ligado al deseo de resolver dudas inherentes a nuestra condición y a superar el vértigo de nuestra finitud. El hecho religioso y sus manifestaciones no pueden desconocerse y es necesario encontrar claves (hasta ahora la combinación de libertad religiosa y Estado laico o al menos aconfesional) para organizar la convivencia entre fieles de los distintos credos, de éstos con aquellos que rechazan cualquier religión o viven una espiritualidad, digamos, un tanto personal; definiendo al final unas reglas comunes que podamos razonablemente admitir cualquiera que sea nuestra posición. En toda adhesión a una determinada fe late en buena medida el deseo de trascender, y si este anhelo es el que mueve las decisiones de cualquier creyente (a veces otorgando un código moral diferenciado) nada hay que decir mientras se respete la libertad y los derechos de terceros. Pero, cuando sabemos que esta aspiración a veces lleva a la atrocidad, dan ganas de coger por las solapas a los fervorosos pretendientes a la inmortalidad, cuando están en fase de cocción en su aproximación a su credo, y ponerles ante el espejo de la insignificancia de nuestro mundo y nuestra especie (¡efímero polvo de estrella!).

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