Ha transcurrido la Navidad y, que yo sepa (puede que me equivoque y algún canal temático haya lavado el honor de la TV), no han programado en esta ocasión ‘¡Qué bello es vivir!’, de título original ‘It’s a wonderful life’, dirigida en 1946 por Frank Capra.
Parece un gesto acorde con los tiempos, si tenemos en cuenta que los valores que pretende inculcar la película -y desde luego que los transmite- están bien lejos de los imperantes, singularmente en el país cuyos mejores sueños y emociones se evocan en esta historia. Recordemos el contexto en que se rueda y estrena la película, con Estados Unidos como uno de los artífices de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial (en la que el propio James Stewart, protagonista del filme, combatió como piloto), pero con los recuerdos de la Gran Depresión y del coste humano de la guerra muy vivos. Cualquier toque de puritanismo y el exceso de sentimentalismo de Capra pueden, sin duda, perdonarse, si nos ponemos en situación y nos quedamos con el hermoso deseo de combatir por las buenas causas y por las personas queridas que deja la película.
Será mejor aguardar a los hechos antes de emitir una valoración sobre el papel que desempeñará Trump como líder de la superpotencia norteamericana.
Ciertamente nos enfrentaremos desde el 20 de enero a la singularidad de que un trasunto del Sr. Potter, retocado con el mal gusto de los tiempos que corren y agraciado por el don de manejarse en el terreno de la posverdad, manejará a sus anchas el cotarro, y en esta ocasión no hará falta dejarse llevar por la representación mágica de lo que sería el mundo sin George Bailey para ver a Bedford Falls transformada en Pottersville. Resulta que una parte de la población norteamericana (no la mayoría, ya que Trump perdió en votos por casi 3 millones, aunque el reparto de votos electorales por estados le resultase favorable), harta de frustraciones, ávida de identificar enemigos y culpables y afligida por la sensación de perder una pretendida grandeza, ha decidido entregarle el poder ejecutivo a un multimillonario dado a la ostentación, ducho en agitar los peores sentimientos, reacio a toda transparencia (es el primer candidato que no hace pública su declaración de la renta), cargado al igual que gran parte de los miembros de su gobierno de potenciales conflictos de intereses, con aversión a la prensa libre y a cualquier regla de la diplomacia y, eso sí, con un pleno dominio de la política-espectáculo, asegurándonos que estaremos tan entretenidos como acongojados durante su mandato. No se trata solo de que no haya habido gente noble, valiente y tenaz para resistir los malos tiempos sin rendirle pleitesía al opulento; ahora además de temerle se le confía ciegamente el destino colectivo y se espera de él que actúe sin miramientos, aceptando que el poder lo sea pleno y sin complejos.
Es cierto que no solo personas infundadamente confiadas (algunas deseosas de dejarse engañar y otras acomodadas en el cinismo), sino también voces más cualificadas dicen que será mejor aguardar a los hechos antes de emitir una valoración sobre el papel que desempeñará Trump como líder de la superpotencia norteamericana. Algunos esperan que el espíritu pragmático del hombre de negocios al final, y pese al insoportable histrionismo, impere; y que la madurez institucional y desarrollo del sistema democrático en Estados Unidos demostrará resiliencia ante una prueba de estrés tan grande como la que supone poner al frente del país a una persona que funciona a golpe de tweet y que ha hecho propio el estilo comunicativo de los reality shows que produce y domina. Pero yo ahora lo que me pregunto es dónde están los ciudadanos norteamericanos cumplidores, solidarios, compasivos, fraternales y dispuestos al sacrificio en favor de los débiles para hacer frente, con su vieja compañía de empréstitos (es decir, con sus proyectos y medios a su alcance) y con su red de familiares y amigos, a este despropósito que puede convertir la presidencia de Estados Unidos en motivo de vergüenza ajena, cuando no en algo mucho peor.