En 2011 el psicólogo y lingüística Steven Pinker, uno de los intelectuales globales más influyentes y rompedores, publicó el ensayo «Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones», que tuvo un importante impacto no sólo en medios académicos.
La idea fuerza de Pinker era que, contrariamente a la percepción mayoritaria (alentada básicamente por la información de los medios de masas) sobre la intensidad de la violencia en las sociedades modernas, la disminución de ésta se había producido en un nivel considerable y las características de las relaciones sociales, económicas y de poder, en un entorno de prevalencia de la razón humana, probablemente permitirán asistir a una continuación de este declive. Las motivaciones para el uso de la violencia, según Pinker, estaban siendo desplazadas, cada vez más, por otras formas de interactuar y resolver las disputas, a todos los niveles. Pinker sostiene su tesis sobre multitud de datos y análisis estadísticos de éstos, y no es en modo alguno ingenuo, ya que valora el carácter irregular del descenso en el recurso a la violencia (con repuntes, por lo tanto) y subraya que no hay a priori garantías totales de que la tendencia proseguirá por sí sola en el futuro, ya que esto dependerá de la continuación de las causas que han motivado este paulatino cambio o de la aparición de otras que tengan similar efecto.
Difícil, sin duda, desmentir a Pinker, sobre todo cuando se trata de mirar en perspectiva tanto las conductas individuales como la historia de los pueblos y la utilización de la fuerza bruta como forma de imposición. Es de reseñar, en todo caso, la advertencia sobre un aspecto esencial de todo avance colectivo: nada está asegurado mientras cada generación y la sociedad en su conjunto en cada momento no reafirme su apuesta por determinados valores, defendiéndolos y practicándolos con sustancial coherencia.
El cosmopolitismo y el interés por conocer puntos de vista ajenos está en riesgo por la desconfianza y generalización creciente de estereotipos inquisitoriales contra culturas y comunidades.
No obstante, en esta era de confusión en la que vivimos en una sensación de riesgo e inestabilidad perpetua, algunos de los rasgos que Pinker identificaba como fuerzas históricas que habían operado en favor de la actuación pacífica y en detrimento del recurso a la fuerza, parecen estar en cuestión en los últimos años. Por ejemplo, la pérdida de interés en la promoción de los lazos económicos y comerciales globales, que crean interdependencias y favorecen entornos pacíficos en que se desarrollen los intercambios, se ve fuertemente amenazada por los renovados discursos proteccionistas, cuyos patrocinadores parecen incluso dispuestos a romper unilateralmente los compromisos adquiridos por sus países. La promoción y reconocimiento a las aportaciones civilizadoras de la igualdad se ponen en cuestión por algunas corrientes de opinión que, de ser recalcitrantes y marginales, pasan a competir en campo abierto con el discurso segregador y la incorrección política por bandera, con cierto éxito. El cosmopolitismo y el interés por conocer puntos de vista ajenos está en riesgo por la desconfianza y generalización creciente de estereotipos inquisitoriales contra culturas y comunidades (siendo la islamofobia y arabofobia el ejemplo más evidente de esta epidemia). Y, el valor de la razón y la reflexión como pautas de actuación que hacen descartar la violencia por sus propios resultados contraproducentes, está en cuestión cuando se abusa para obtener réditos de la emotividad, la manipulación de las pasiones humanas y la ahora llamada posverdad. Algunos acontecimientos políticos recientes parecen socavar las bases que permitieron ese avance hacia un papel residual de la violencia y hacia la postergación de los comportamientos violentos.
El entorno económico sopla también en contra, si tenemos en cuenta la violencia soterrada, institucionalizada y, en buena medida, asumida, que comporta la desigualdad creciente, el darwinismo tecnológico en auge, la frustración de capas sociales ancladas en la precariedad y en el deseo de un Dorado consumista que se queda -como mucho- en el recurso al low cost. La tensión en las relaciones laborales deshumanizadas, la violencia verbal y el desprecio por el sufrimiento ajeno del que se hacen gala en las redes sociales, o las explosiones puntuales de violencia en acontecimientos deportivos, nos hablan también de expresiones de brutalidad que nos afectan y en las que, a veces inconscientemente, se participa. Incluso, si me apuran, la terapia de culto a la fuerza y a la violencia que representan determinadas formas de ocio (también el de los niños, desde que son bien pequeños) donde se banaliza totalmente la muerte y la agresión, se suman a este cóctel.
Hay mucha violencia contenida en el ambiente y la reprensión autolimitativa de las conductas violentas no siempre es percibida como fuente de resultados más favorables. Cuando se proyecta desde los centros de poder discursos de odio o se minusvalora el efecto negativo de la violencia sobre otros –en su distinta intensidad-, se da alas a una involución que asoma amenazante.