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domingo 24, noviembre 2024

Nacionalismo, democracia y pluralidad

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De todas las réplicas y efectos del terremoto que, por la vía del desprecio a la legalidad constitucional demostrado por la mayoría independista al frente de las instituciones de Cataluña, sacudió el panorama político en los últimos meses, destaca el resurgimiento, como reacción pendular, de una concepción centrípeta y uniformadora de la realidad española. Evidentemente, por mucho que el Estado de las Autonomías se encontrase en apariencia consolidado y que la diversidad cultural, lingüística y territorial de España estuviese instalada en el discurso público común, durante todas estas décadas de desarrollo autonómico hubo siempre una minoría refractaria o, como poco, recelosa a este proceso. En la derecha española (incluyendo en ella a Ciudadanos, visto su abandono del centro político), parece llegado el momento de exhibir con soltura un mensaje contrario a la descentralización, opuesto al reconocimiento de la pluralidad y riqueza de las culturas de España y especialmente combativo contra la proyección en el espacio público (en su amplio sentido) de las lenguas distintas del castellano, como estamos viendo en las diatribas contra la oficialidad del asturiano. El argumento con el que hilan la prédica centralista pasa por calificar a toda tendencia federalizante -o simplemente autonomista- de semilla del separatismo, y por identificar toda llamada a evitar los excesos punitivos con la debilidad ante los desvaríos del secesionismo catalán, pese a que haya una viva discusión jurídica sobre la materia (al invocarse tipos penales singulares como la rebelión o la sedición, cuya concurrencia en el caso es discutible). El caldo de cultivo para una regresión de calado se está cocinando y la visión rígida y obtusa de nuestra realidad como país se impone. Entre tanto, el bucle de simulacro y representación en el que chapotea la mayoría parlamentaria catalana y los líderes del procés, no ayuda en nada a serenar los ánimos.

No podemos vivir en la ensoñación de que el nacionalismo periférico es una gripe pasajera y que la política española puede discurrir despreciando la propia existencia de esta corriente

No se puede entender, sin embargo, la realidad de España sin comprender que cualquier planteamiento monolítico y centralizador es, precisamente, contrario a la riqueza de nuestra heterogeneidad, que nos define. Nada hay más contrario al interés común del conjunto que pretender asfixiar las constantes vitales de cada territorio y su voluntad de contar con márgenes razonables de autogobierno, incluyendo el respeto de lenguas y características propias (sin hacer de ellas un arma arrojadiza frente a nadie). Claro que falta mucho por hacer para un engarce adecuado de los poderes territoriales, para que el Estado se dote de estructuras federales que sean eficaces y fomenten una cultura de la cooperación que permita superar las tensiones, continuas y agotadoras. Pero el problema viene ahora porque los extremos, retroalimentándose en sus posiciones, exclusiones y hostilidades, están dando pábulo a concepciones en la que nos cuesta reconocernos y que parecen imponerse -por estridentes- en el debate.
No podemos vivir en la ensoñación de que el nacionalismo periférico es una gripe pasajera y que la política española puede discurrir despreciando (sobre todo cuando la aritmética del Congreso lo permite) la propia existencia de esta corriente. No hay que ser nacionalista ni minusvalorar la importancia del proyecto común de España (ni la construcción europea, a cuya defensa estamos convocados), para tratar de entender que en el País Vasco, Galicia y Cataluña (y en menor medida, en otros territorios) una parte de la población va a seguir apoyando a fuerzas a las que consideran representativas de sus aspiraciones nacionales. De lo que se trata, naturalmente, es de evitar las imposiciones, conjurar el nacionalismo «obligatorio» e impedir que se vulnere de cualquier manera la ley (cuando nuestro sistema constitucional contempla su propia reforma, sin limitaciones, aunque exija mayorías agravadas). Debemos buscar una convivencia posible, en la que se dispute a la larga al nacionalismo la hegemonía política –donde la tenga- de una manera serena, con la fuerza de la convicción y sin renunciar al activo de la diversidad territorial de España.
Aquella frase memorable de Mitterrand, «le nationalisme, c’est la guerre», debe entenderse en el contexto de su alocución al Parlamento Europeo el 17 de enero de 1995, en las postrimerías de su presidencia (y de su vida), evocando, con ánimo de despertar conciencias, el pasado doloroso de nuestro continente, que pudo presenciar como testigo de excepción. El nacionalismo, cierto es, en su versión extrema puede llevar a la guerra y a la pesadilla del supremacismo racial, del imperalismo y de la limpieza étnica. Como también el liberalismo sin tasa lleva a la desigualdad más insoportable; o como la aplicación más cruel del socialismo real condujo al gulag. El juicio histórico del nacionalismo no puede realizarse, a su vez, sin entender su aportación a las revoluciones liberales y democráticas del siglo XIX, sosteniendo la soberanía nacional como reafirmación colectiva frente a las autocracias, el absolutismo y las monarquías, que se limitaban a negar o a reclamar para sí dicha soberanía. Tampoco hay que ser nacionalista para apreciarlo así; basta con observar nuestra historia sin prejuicios ni ardor guerrero. Combatir los riesgos del nacionalismo y pugnar en la batalla de las ideas en favor de otras corrientes que consideremos adecuadas a los retos de nuestro tiempo (empezando por la integración Europea y el gobierno de la globalización), no debe llevar a lanzar un anatema fulminante contra el nacionalismo periférico, sumando ladrillos de incomprensión y fanatismo a los muros que, poco a poco, nos separan.

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