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domingo 24, noviembre 2024

Cadena perpetua y mercaderes del dolor ajeno

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Cuando las encuestas de los meses previos a las elecciones presidenciales de EEUU comenzaron a mostrar que Donald Trump tenía algunas posibilidades de ganar (opciones que fueron superiores a las vaticinadas, aunque perdiese en votos por casi 3 millones de sufragios), mi curiosidad me llevó a seguir un cierto número de sus intervenciones, gracias a vídeos de su campaña y de los medios de comunicación.
De su retórica incendiaria, su desfachatez y su ferviente demagogia, lo que más me impresionó, por su obscenidad moral, fue la utilización en mítines (y que estos se dejaran utilizar) de los familiares de víctimas de crímenes violentos cometidos por extranjeros en situación irregular (illegal aliens, en su jerga), que presentaban ante la masa su caso con la emotividad entendible (en algunos casos por el asesinato de un ser querido) y manifestaban su apoyo a la cruzada de Trump para la limitación de la inmigración, las expulsiones masivas de quienes no tuviesen sus papeles en regla y la construcción de un muro de separación en la frontera mexicana (campaña en la que no dudó en calificar de «violadores» y «traficantes» a la mayoría de los inmigrantes mexicanos). Manejar la agenda de política criminal de forma interesada, acentuar los temores del común y explotar el dolor son signos distintivos –entre otros- del populismo, y sus réditos electorales, en estos tiempos de desconcierto y sensacionalismo, son altos, como hemos comprobado en el caso de Trump.
Sucede que en España, pese a que a veces miramos con distancia y cierta pretendida superioridad esta clase de excesos de la política americana, estamos siguiendo los pasos y cogiendo velocidad de crucero en esa pendiente. En los últimos meses, en efecto, la derecha política pretende agitar a su favor el estremecimiento social que generan determinados crímenes execrables, incluso con Ministros de este Gobierno alimentando y participando en movilizaciones cargadas de voltaje emocional. El hecho de que el PP haga de la llamada «prisión permanente revisable» una bandera con la que aglutinar la rabia que los peores asesinatos despierta, utilizando de manera partidista la aflicción ajena y tratando de poner a los críticos con esta medida frente a los familiares de las víctimas, significa la superación de la desvergüenza y del escrúpulo elemental, lo que debería inhabilitar para las funciones políticas más altas.

Apostar a que en el castigo del criminal se encontrará la satisfacción de la víctima o de sus allegados, como principal vector de la política penal, es conducirnos a una espiral de oscuro destino

No estamos, por lo tanto, tan lejos de la peor política. Claro que todas las personas con un mínimo de empatía entendemos -o intentamos comprender- la desesperación de los familiares y, simplemente, no tenemos una respuesta plena que darles, especialmente en casos donde la perversidad del criminal se ha cebado con personas indefensas. Pero es una mala decisión y una estrategia involutiva convertir a los familiares de las víctimas en asesores de referencia en política penal, y, a la vez, en eficaz ariete y escudo frente a otras posiciones que aboguen por otros criterios: la reinserción (¿o será necesariamente igual la persona que comete el crimen ahora que dentro de veinte años?), el establecimiento de limitaciones básicas en la facultad de castigar atribuida al Estado, el espíritu humanitario o la esperanza del arrepentimiento y el perdón.
Ciertamente, la fuerza del mensaje de los familiares de las víctimas es demoledora. Y escuchar y arropar socialmente es una obligación moral, sin duda. Pero admitamos una verdad incómoda: si su voz ocupa todo el espacio de la discusión, acabaremos por entregarnos al populismo punitivo más puro, el que pide responder sin barreras y de forma inmediata, a despecho de otras consideraciones, al crimen que, por cruel e incomprensible, no tiene respuesta. Aquello de «odiar el delito y compadecer al delincuente», de Concepción Arenal, y la corriente de orientación hacia el comedimiento en el castigo que nace en Cesare Beccaria y llega hasta Robert Badinter, acabarán sepultados por el ansia de encontrar una válvula de escape a la conmoción que provoca el crimen. En el horizonte de esta política, si no retornamos a una reflexión más sosegada, poco a poco se dibuja la pena de muerte, que se acabará reclamando pese a que ahora nos parezca inverosímil tal posibilidad (incluso aunque exija reforma constitucional, salvo para tiempos de guerra). Pensemos en que hace apenas unos años, incluso en la etapa reciente en la que el terrorismo era un mal endémico, no se contemplaba ni por asomo la cadena perpetua, pero esta (previo envilecimiento del debate) ha terminado por aparecer en nuestro Código Penal bajo una figura de perfiles análogos.
Echo en falta la recuperación, en el discurso político, de una visión humanizadora y civilizadora del Derecho Penal, consciente, sobre todo, de sus limitaciones intrínsecas. Se ha desvanecido el impulso reformador de quienes quisieron alejar, en lo posible, la aplicación de la ley penal de las turbulencias humanas -fuertemente presentes en la materia- y acercarla a criterios de prudencia y compasión. Apostar a que en el castigo del criminal se encontrará la satisfacción de la víctima o de sus allegados, como principal vector de la política penal, es conducirnos a una espiral de oscuro destino. Y es, además, en los casos más dramáticos, dar la expectativa de una compensación imposible y, por principio, siempre insuficiente. Una respuesta falsa y engañosa, en suma, a quien bastante ya ha sufrido porque le han arrebatado a un ser querido. Falta, también, la valentía de decirlo y confrontar en la arena política con los mercaderes del dolor ajeno.

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