‘Pelléas et Melisande’ es la única ópera de Claude Debussy, de quien Daniel Barenboim hablaba (y tocaba) recientemente en Oviedo; decía de él que era un revolucionario de la música. Esta obra parte de la novela de Maurice Maeterlink, autor que también alteró las modas literarias. Curiosa simbiosis, músico francés, letrista belga, que se dio en otras ocasiones, pese a los chistes galos sobre los belgas. Ese sentido del humor sería famoso, en el sentido positivo, en los trabajos de viñetas; publicaciones como Pilote (Asterix, Lucky Luke, Iznogud el infame…) son calificadas hoy día como la escuela franco-belga.
Pero volvamos a la ópera. La que escribió Debussy, que corta la anterior moda wagneriana, habla de Melisande, una chica con una terrible tendencia a perder anillos, y uno de ellos fue el de boda. (Si la coge Freud escribe un tratado). La muchacha ya le había dado dolores de cabeza a la familia del novio, cuyo padre no parece que estuviera muy de acuerdo con el matrimonio; para arreglarlo va y se enamora de su cuñado, el Pelléas. Total, que la cosa acaba como el rosario de la aurora, todo el escenario perdidito de sangre.
Como no está el discurrir de los tiempos como para hacer bromas con esto de las peleas por razón de amores, vamos a celebrar la parte más agradable del asunto, la de aquellas que quieren hacernos a todos partícipes de su felicidad. Para ello ilustro estas líneas con una muestra un tanto épica. Después de recorrer los 20 kilómetros de la Behovia-San Sebastián, con un recorrido un tanto rompepiernas, Sonia o Eva, o ambas, tuvieron fuerzas para proclamar en las arenas de La Concha su enamoramiento. Enhorabuena por la resistencia al cansancio y el valor de manifestarse con normalidad.
Hay amores menos plausibles. A finales de enero se cierra un apartado de fichajes en esto del fútbol, en el que los equipos cambian cromos, lo que en ocasiones origina sorpresas. Normalmente los que tienen dinero compran futbolistas, igual que terneras en el mercado de La Pola; los aficionados de los clubes pobres se quejan con amargura: «¡Iñaki no tiene amor a los colores!». Incorrecto, precisamente porque le tiene amor al color del dinero cambia de camiseta. Pero seamos razonables (suponiendo que al hablar de balompié se pueda), ¿no cambiaríamos nosotros de empresa si nos ofrecen mejores condiciones en otra? Pues eso, hombre.
Tampoco podemos tenerles amor a los patriotas del racismo. Un grupo de impresentables hace que El Molinón salga, de nuevo, en la prensa nacional porque para cantar que quieren jugadores de Mareo, dicen «que no sean de color». Va a tener razón, involuntariamente, John Alberto Guidetti, un trotamundos del balón. Juega ahora en el Alavés, cedido por el Celta; pese a su nombre es sueco, de pequeño anduvo por Kenia, de mayor jugó en Manchester. Cuando llegó a Vigo aprendió el idioma rápidamente, enseguida se declaró gallego. Sin embargo, la pronunciación se le atascaba un poco; ante las cámaras, con uno de esos entrevistadores que más que preguntar sueltan un discurso, fue lacónico: «Eso lo veremos luego, en el vestiario«.
En estas fechas cuidará Ylenia su vestuario, aprovechando las rebajas, pero a veces vale más ir solo que mal acompañado. Ylenia quisiera enamorarse, sobre todo en este mes de febrero, que junta Les Comadres con Valentín y los Carnavales; pero la mujer no se decide a permitir que ocupen una parte de su corazón, ¿por una duda vital?, ¿por desorientación?, ¿por temor a las bestias?
Bestiario, exactamente, si leemos cada fin de semana que un juvenil manda al hospital a un rival, con ensañamiento en la agresión, que un espectador manda a una juez de línea a fregar, después de insultarla más directamente, y otro le dice a un árbitro que es muy malo por su raza. Bestiario exactamente, cuando hay clubes que mantienen en sus plantillas a futbolistas condenados por agredir sus parejas; cuando se permite que las aficiones exhiban pancartas que atentan contra las libertades. Bestiario.
Hasta en la ópera de Oviedo, tan finas que son las señoras, con sus pieles y sus joyas; y ellos, tan elegantes y repeinados. «Pelléas et Melisande» fue un acontecimiento musical; todas las críticas que he leído ensalzan montaje, cantantes y orquesta. No suele suceder, no obstante, que una ópera sea noticia de primera plana, y menos por el público. Pero en este caso lo ha sido. La megafonía dio previamente unas instrucciones en castellano e inglés; hasta aquí todo bien, porque somos cosmopolitas, pero, ay amigo, resulta que, de acuerdo con la escasa normativa de protección de una lengua en peligro de extinción, también las dieron en asturiano. Y aquí fue Troya; un elegante pateo sonó en la platea. Algunos aplausos quisieron contrapuntear, técnica rítmica más difícil.
Pase que ya nos hayan quitado la alfombra de entrada, con paseíllo para lucir los modelos, pase que ya no se exige etiqueta en el vestir, pase que el populacho pueda entrar como los señores, ¡pero eso de hablar la lengua plebeya, eso sí que no! ¡La Unesco que diga misa, el asturiano para la aldea!
No sé lo que habrá dicho Cherines al respecto, que manifestó ante las cámaras de la TPA que ella se postulaba como «la mejor defensora del bable asturiano«, pero creo que quien mejor describe la circunstancia es Cosme Marina (muchas gracias), que iba a ejercer de comentarista musical y se ve obligado, con gran dolor de su corazón astur, a hablar de lingüística: «¡Vaya ganado! Pero ¡ay!, la vida es tan contradictoria que al descanso presencié una anécdota sensacional: una señorona de toda la vida despotricaba contra la llingua a voz en grito y terminó su mitin con un Ye que a mí esto del asturiano ya me fiede«